Desde su popularización en los 90’s, tratando de emular las posibilidades narrativas novelescas, la estructura no lineal ha permeado en el cine como un elemento novedoso para varios géneros cinematográficos, en un intento por generar un mayor suspenso en dramas y thrillers, crear intriga y anticipación cómica en comedias, o simplemente para jugar con la mente de la audiencia y generar cierta expectativa que será destruida por el verdadero giro en la trama.
Implementado en el romance, esta técnica tiene como objetivo generar un ordenamiento similar al compilado de crónicas y anecdotarios; una serie de memorias que van y vienen dentro de la mente del, o los, enamorados en un esfuerzo por establecer la importancia del amor en la vida, pero este método, usualmente, viene acompañado de un ritmo lento, que se da su espacio para construir las situaciones y establecer las relaciones, por lo que resulta interesante que este filme se aproveche de un ritmo más rápido, lo cual ha impactado en su popularidad internacional, pero ¿realmente es tan efectivo?
Así llega El Tiempo que Tenemos. Dirigida por John Crowley (El Jilguero, Brooklyn), y protagonizada por Andrew Garfield (Tick, Tick… Boom!, Spider-Man: Sin Camino a Casa), Florence Pugh (Duna – Parte 2, Oppenheimer), Adam James (Johnny English 3.0, Wicked) e introduciendo a Lee Braithwaite.
En este romántico relato seguimos la historia de Tobias Durand (Andrew Garfield), un joven oficinista que se enamora de Almut Brühl (Florence Pugh) luego de que ella lo atropellara con su auto. Tras este primer encuentro, la pareja atravesará una serie de dificultades que los hará madurar juntos, al mismo tiempo que se cuestionan el valor del tiempo que comparten al ser amenazados por una enfermedad que aqueja a Almut.
En general, la película cuenta con cinco elementos destacables que la enmarcan como una experiencia respetable en el cine: el vestuario, la edición, su narrativa, el tema argumental y la química actoral.
En materia de vestuario, este es completamente hermoso, destacando por una selección de prendas con colores vistosos bajo cortes y texturas exactas que juegan en armonía con los escenarios, la iluminación y la temperatura climatológica de la secuencia/escena, presentando una galería de vestidos, abrigos, suéteres, accesorios y mucho más que brillan con personalidad multicolor, estableciendo a la perfección la identidad y la psicología de los personajes con cada una de las prendas.
En este sentido, es emocionante como los colores juegan los unos con los otros dentro de una imagen, construyendo elementos disruptivos que ayudan a enfocar la atención de los espectadores hacia los puntos de relevancia, los cuales, en algunas escenas, establecen por completo la emocionalidad de la interacción, lo cual le ayuda a la edición y narrativa rápida para no introducir un ritmo diferente desde cero con cada nueva interacción. Psicológicamente hablando, la audiencia ya estará preparada para los acontecimientos dada la cromática presentada.
La edición, por su parte, lleva un ritmo relativamente rápido de la mano con lo que es el elemento principal en la identidad de la película: la narrativa no lineal. Apoyándose con este método, El Tiempo que Tenemos guía a la audiencia a través de una de experiencias interconectadas por la emocionalidad, pero no por la cronología, esto con el objetivo de aparentar un periodo de tiempo mucho más alargado del que realmente sucede dentro de la diégesis de la historia, lo cual impulsa aún más el tema argumental de la película, basado en el aprovechamiento del tiempo, específicamente de lo que podríamos denominar como instantes, para que este perdure en la memoria y en nuestro legado.
Este ritmo rápido acentúa la idea de lo efímero en la vida, con las pocas escenas lentas y contemplativas siendo momentos introspectivos para los personajes, con excepciones hacia verdaderos espacios de apreciación entre ellos que también invita a la audiencia a contemplar y reflexionar, lo cual, en un aspecto narrativo, funciona de manera perfecta, pues ayuda a que la película cuente con un ritmo simple, familiar y entendible, pero más allá de eso, establece relación al punto de poder actuar como un reflejo para la audiencia.
El manejo del tema argumental es magnífico a nivel técnico; sin embargo, es la entrega del mensaje la cual roza el aspecto aleccionador, con escenas que posicionan a los personajes como una brújula moral que habla hacia la audiencia en un intento de reflexión guiada que queda fuera de lugar en comparación con la narrativa que precede y sucede al hecho referido, dejando un mal sabor de boca por unos instantes, pues la audiencia podría volverse sumamente consciente de este momento, lidiando con la importancia y la relevancia de los logros en el gran esquema de la vida, y el verdadero legado que deseamos y necesitamos dejar; una conversación emocionante, pero que la película introduce con una respuesta en mente, sin dejar espacio, narrativamente hablando, para que la audiencia pueda asimilar el hecho y llegar a su propia conclusión.
Si algo destaca por completo, convirtiéndose en el mejor elemento de la película, es la química entre los protagonistas.
Andrew Garfield y Florence Pugh entregan actuaciones entrañables, llenos de sutilezas en cuestión de gesticulaciones y movimientos coordinados, creando, en ocasiones, su propia danza actoral que se extiende hasta los diálogos, lo cual enciende aún más las llamas de la interacción entre sus personajes hacia momentos genuinos de humor, sentimentalismo, pasión, miedo y felicidad.
Existe la posibilidad de que esta visión idealistica-romántica de la relación, y la manera en la que cada uno responde, actúa, sobrelleva y ultimadamente comparte un obstáculo hacia la resolución del mismo de manera conjunta y armónica, sea vista como una imposibilidad absoluta, rozando la perfección en una historia que, en esencia, debería de estar plagada con imperfecciones en la relación para crear la base que haga más fuertes los momentos de verdadera unidad; sin embargo, la definición de los personajes a través de sus ambientes, trabajos y vestuarios, crean suficiente individualidad y subtexto como para inferir la existencia de conflicto y diferencias, con la película, establecida con la idea del aprovechamiento del tiempo en pareja, eligiendo mostrar sólo aquellos momentos de resolución, quizá como un mensaje esperanzador en la eventualidad del paso del tiempo.
El mayor elemento en contra de la película es lo predecible que puede llegar a ser. Una vez establecida la temática y los personajes en los primeros minutos de la película, la audiencia fácilmente puede trazar la línea narrativa hacia el final, sin importar si esta lleva una secuencia no lineal.
No existen las sorpresas en la historia, llevando cada una de sus decisiones por el lado más seguro posible, con los arcos de los personajes siendo un elemento secundario que apenas y se aborda de manera profunda y seria, abandonando a los personajes a una clara visión unidimensional deja mucho que desear.
Al final, El Tiempo que Tenemos es un romance simple y directo, que no teme en exponer su tesis desde el primer instante del filme, guiando a la audiencia hacia un viaje romántico con dos personajes llenos de química y pasión, quienes invitan hacia una reflexión sobre el tiempo y lo que hacemos con él, especialmente con quienes nos importan.
A pesar de una premisa y una invitación hacia una conversación interesante, el filme falla en proponer más que una breve base para el pensamiento, refugiándose en una historia repetitiva y familiar, aguardando a por que su distintivo, la narrativa no lineal, sea suficiente como para justificar su existencia mediática.
Más allá de lo anterior, resulta como un buen momento en el cine, hecho para relajarse, disfrutar, y, sin lugar a duda, pensar en el tiempo que tenemos a nuestra disposición.
7/10