El día 1 de 2 de noviembre México celebra la fiesta de Día de Muertos, en la que la ofrenda es el ritual colorido donde los difuntos regresan para disfrutar de aquello que disfrutaron en vida, como la comida, la bebida, el agua, la luz y la sal, para continuar con su camino.
Se trata de un acto sagrado, pero también puede ser profano: la tradición popular es la simbiosis de la devoción sagrada y la práctica profana.
Ofrendar es estar cerca de nuestros muertos para dialogar con su recuerdo, con su vida. La ofrenda es el reencuentro con un ritual que convoca a la memoria.
En esta celebración tan mexicana, la ofrenda del Día de Muertos es una mezcla cultural donde los europeos pusieron algunas flores, ceras, velas y veladoras; los indígenas le agregaron el sahumerio con su copal y la comida y la flor de cempasúchil (Zempoalxóchitl). La ofrenda, tal y como la conocemos hoy, es también un reflejo del sincretismo del viejo y el nuevo mundo. Se recibe a los muertos con elementos naturales, frugales e intangibles (porque se incluyen las estelas de olores y fragancias que le nacen a las flores, al incienso y al copal).
Asimismo, debe tener varios elementos esenciales. Si faltara uno de ellos, se pierde aunque no del todo el encanto espiritual que rodea a este patrimonio religioso.
El agua es la fuente de la vida, que se ofrece a las ánimas para que mitiguen su sed después de su largo recorrido y para que fortalezcan su regreso. En algunas culturas simboliza la pureza del alma.
Se utiliza además, para representar uno de los cuatro elementos de la naturaleza.
Debe ir acompañada siempre de sal, pues en conjunto estos dos elementos simbolizan la purificación del alma del difunto.
Hay quienes además, ponen cerca del agua una veladora pues como ya se mencionó, con el agua se restablece la fuerza del difunto para su regreso a casa y con la luz de la veladora, se le guía.
El copal era ofrecido por los indígenas a sus dioses ya que el incienso aún no se conocía, este llegó con los españoles. Es el elemento que sublima la oración o alabanza. Fragancia de reverencia. Se utiliza para limpiar al lugar de los malos espíritus y así el alma pueda entrar a su casa sin ningún peligro.
Las flores son el símbolo de la festividad por sus colores y estelas aromáticas. Adornan y aromatizan el lugar durante la estancia del ánima, la cual al marcharse se irá contenta, el alhelí y la nube no pueden faltar pues su color significa pureza y ternura, y acompañan a las ánimas de los niños.
En muchos lugares del país se acostumbra poner caminos de pétalos que sirven para guiar al difunto del campo santo a la ofrenda y viceversa. La flor amarilla del cempasuchil (Zempoalxóchitl) deshojada, es el camino del color y olor que trazan las rutas a las ánimas.
Entre los múltiples usos del petate se encuentra el de cama, mesa o mortaja. En este particular día funciona para que las ánimas descansen así como de mantel para colocar los alimentos de la ofrenda.
Lo que no debe faltar en los altares para niños es el perrito izcuintle en juguete, para que las ánimas de los pequeños se sientan contentas al llegar al banquete. El perrito izcuintle, es el que ayuda a las almas a cruzar el caudaloso río Chiconauhuapan, que es el último paso para llegar al Mictlán.
El ofrecimiento fraternal es el pan. La iglesia lo presenta como el "Cuerpo de Cristo". Elaborado de diferentes formas, el pan es uno de los elementos más preciados en el altar.
Estos elementos se relacionan con el tzompantli. Los golletes son panes en forma de rueda y se colocan en las ofrendas sostenidos por trozos de caña. Los panes simbolizan los cráneos de los enemigos vencidos y las cañas las varas donde se ensartaban.
El retrato del recordado sugiere el ánima que nos visitará, pero este debe quedar escondido, de manera que solo pueda verse con un espejo, para dar a entender que al ser querido se le puede ver pero ya no existe.
Su intención es obtener la libertad del alma del difunto, por si acaso se encontrara en ese lugar, para ayudarlo a salir, también puede servir una cruz pequeña hecha con ceniza.
Pueden colocarse otras imágenes de santos, para que sirva como medio de interelación entre muertos y vivos, ya que en el altar son sinónimo de las buenas relaciones sociales. Además, simbolizan la paz en el hogar y la firme aceptación de compartir los alimentos, como las manzanas, que representa la sangre, y la amabilidad a través de la calabaza en dulce de tacha.
El mole con pollo, gallina o guajolote, es el platillo favorito que ponen en el altar muchos indígenas de todo el país, aunque también le agregan barbacoa con todo y consomé. Estos platillos son esa estela de aromas, el banquete de la cocina en honor de los seres recordados. La buena comida tiene por objeto deleitar al ánima que nos visita.
Se puede incluir el chocolate de agua. La tradición prehispánica dice que los invitados tomaban chocolate preparado con el agua que usaba el difunto para bañarse, de manera que los visitantes se impregnaban de la esencia del difunto al tiempo que adquirían sus virtudes y habilidades.
Las calaveritas son una alusión a la muerte siempre presente. Las calaveras chicas son dedicadas a la Santísima Trinidad y la grande al Padre Eterno.
El licor es para que recuerde los grandes acontecimientos agradables durante su vida y se decida a visitarnos.
Una cruz grande de ceniza, sirve para que al llegar el ánima hasta el altar pueda expiar sus culpas pendientes.
El altar puede ser adornado con papel picado, con telas de seda y satín donde descansan también figuras de barro, incensario o ropa limpia para recibir a las ánimas.
La ofrenda, en sí, es un tipo de escenografía donde participan nuestros muertos que llegan a beber, comer, descansar y convivir con sus deudos.