En la campaña electoral de 2018 se dijo que “juntos haríamos historia”. ¿Se trataba de una amable promesa o de una cruel amenaza? El tiempo despejó la incógnita. Ya sabemos de qué se trata y podemos suponer a dónde nos llevará la historia que estamos haciendo. Por sus frutos la reconocemos.
Desde el primer día del mandato presidencial (que pudiera extenderse a despecho de la Constitución), iniciamos esa historia. El impulso febril nos subió a la montaña rusa, donde emprendimos una sucesión de caídas al abismo.
En la nueva historia figuran las ocurrencias que han tenido un elevado costo político, social y económico. Lo estamos pagando. Se optó por soslayar las recomendaciones de la técnica y sustituirlas por imposiciones personalistas para ver “quién manda en México”. Quedaron al garete los derechos de muchos ciudadanos, sometidos a un discurso colmado de injurias. Por supuesto, no se alivió la crisis económica ni amainó la inseguridad, imparable y devastadora. Gajes de la historia prometida y de la dictadura que avanza.
La hazaña central de esa historia, que revela su verdadero rostro, es la embestida contra el Estado de Derecho. Comenzó en el alba de esta administración y persistirá a contrapelo de la ley y de la razón. Este es un asunto mayor, porque el Estado de Derecho —la legalidad y la legitimidad, no el capricho y el arbitrio— constituye la garantía de nuestros derechos y libertades.
No cuestiono que se favorezca la justicia social. El enorme peligro reside en la forma de hacerlo, con medidas que subvierten los principios en que se funda la democracia y desarticulan las instituciones. Medidas, además, aderezadas con la siembra del odio y la ira. Los frutos están a la vista.
La nueva historia elimina o asedia a muchas instituciones de la República. Entre ellas, las encargadas de custodiar la limpieza del proceso electoral. Una política iracunda, que siembra la desconfianza y altera la paz, mina los fundamentos de las instituciones, a las que se procura vulnerar —y a la postre destruir— con la fuerza de una voluntad imperial alejada de la legalidad.
En la historia que estamos construyendo se mina el sistema democrático de frenos y contrapesos que opera a partir de la división de poderes y de la subordinación de todos a la ley. Se han dirigido arremetidas demoledoras al Poder Judicial, pieza clave del Estado de Derecho. Las decisiones judiciales han sido difamadas cuando no se ajustan a la voluntad del poder omnímodo. Se habla de corrupción, pero los proyectiles no se dirigen contra ésta —que es necesario combatir con pruebas en la mano—, sino contra la independencia judicial.
Y hoy seguimos haciendo historia a través de una manifiesta violación del texto constitucional consumada en el Congreso de la Unión. Con ella, inducida desde algún oscuro laberinto, se quebranta la separación de poderes, se altera frontalmente la supremacía de la Constitución y se pone en severo predicamento a los propios administradores de justicia, cuyo sustento se halla en la majestad de su cargo y la integridad de su ejercicio, no en la penosa “confianza” presidencial. La defensa emprendida para “legitimar” la violación constitucional no resiste el menor análisis y ofende a quienes se pretende favorecer.
Es así como estamos haciendo historia. ¿Figurará en los libros de texto, que nos aprestamos a reelaborar? Pero todavía podemos abrigar una discretísima esperanza, mirando hacia la decisión final del propio Poder Judicial. El país está en sus manos. Crucemos los dedos.