Las Fiestas Patrias de antaño tuvieron un aire distinto al viento huracanado que ahora padecieron. Hacían honor a su nombre: “fiestas”, para congregar la alegría de los mexicanos, sin distinción, y “patrias”, para honrar los fastos de México, razón de las fiestas. Así celebrábamos el 15 y el 16 de septiembre, entre campanas, banderas, confeti y serpentinas.
Hoy, la pandemia nos obligó a dejar desierta (pero sólo el 15) la plaza de la Constitución. El presidente de la República, siguiendo el antiguo protocolo, vitoreó a los héroes, tocó la campana y ondeó la bandera ante un Zócalo vacío, que apenas recogió el eco del mandatario. Éste reiteró vítores tradicionales e improvisó otros para exaltar la honestidad (y no pocos se sonrojaron), el amor al prójimo y diversas virtudes que nunca sobran.
En otros lugares hubo más vítores, bajo el modelo acostumbrado. Y no faltaron celebrantes que acompañaran los nombres de Hidalgo, Morelos, Allende y la Corregidora con el nombre, en plena forja, del actual presidente. Algunos ciudadanos, extrañados, deploraron la morcilla; otros, indignados, la reprocharon. Pero ahí se fue.
El número fuerte, que restó carácter festivo a la celebración y mermó su naturaleza patria, se ofició al día siguiente. Sabemos que el 16 desfilan las Fuerzas Armadas, bajo la mirada atenta y jubilosa de los mexicanos, unidos en lo que consideran una gran conmemoración patriótica. Pero esta vez las cosas ocurrieron de otra manera.
El Presidente subió a la proa de la embarcación, en plena travesía, desplegó su enjundia y consumó un mensaje de doble signo. En primer término, emprendió una obvia redefinición de sí mismo y de su papel en la historia, confundido o fundido con el de Miguel Hidalgo. Para estupor de la audiencia, refirió las invectivas dirigidas contra Hidalgo por los reaccionarios de entonces. El prócer del siglo XXI seguramente piensa que los descendientes de quienes ayer injuriaron al cura de Dolores, son quienes hoy increpan al nuevo redentor. Entre las líneas del mensaje presidencial aparecía una elocuente proclamación: “Mexicanos, Hidalgo soy yo”.
En la misma pieza, el mandatario de aquí tributó un mensaje trémulo de admiración a su invitado personal a las Fiestas, presidente de una nación hermana. Nunca antes había actuado un huésped presidencial como orador en las Fiestas Patrias. Sin perjuicio de lo que dijo ese insólito invitado, el presidente de aquí aprovechó la tribuna de la República para dejar constancia de su predilección política.
Abundan las condenas de ese uso abusivo —abuso, pues— de las Fiestas Patrias para ondear convicciones personales. En su oratoria arrebatada, el mandatario mexicano olvidó los hechos trágicos de los que fue protagonista su invitado, en su propia tierra y en agravio de la democracia y de los derechos humanos de sus conciudadanos, que acabaron en la cárcel. Horas más tarde, otros visitantes recordaron esos hechos, ignorados por el anfitrión mexicano. ¿Dónde quedó la celebración nacional y mexicana —ambas cosas— de la Independencia?
Me pregunto si era verdaderamente necesaria, para bien del país, la conducta del jefe del Estado, que condujo estas fiestas con el desenfado con que actúa un anfitrión en su domicilio particular. Y también me pregunto si el depositario mexicano del Poder Ejecutivo de la Unión, que ha prometido que nunca reprimirá a quienes difieran de sus ideas, tiene noticia de que en otras latitudes —que de pronto alcanzaron a nuestro Zócalo— se ha ejercido esa represión a la vista del mundo entero. De eso, ¿qué hay?