Quienes me conocen pueden suponer mi vacilación para titular este artículo. Pero lo hice así porque nuestro lenguaje público se ha vuelto claridoso, como también quienes lo utilizan para expresar lo que piensan, sienten y quieren. ¡Pura verdad! A ella llegamos y no nos abandonará. Dejo ese título entre comillas, porque la frase original no es mía y debo ser respetuoso de los derechos de autor.
Esa expresión pobló las noticias y llegó al alma —supongo— de sus destinatarios. Significa rechazar a alguien con insolencia y desdén. Así caracteriza el Diccionario de la Lengua aquella palabra, incorporada en el discurso político de la república por nuestro orador principal. Por eso me siento autorizado a usar la interjección, que hoy tiene una doble virtud: revela dónde estamos y adónde vamos. ¿O no?
No es esta la primera vez que en la cumbre del poder —donde se resuelve el destino de la nación— se utilizan términos de semejante calibre. Uno de ellos trajo referencias escatológicas, aunque se curó de espanto advirtiendo “fuchi” para aligerar la gravedad de la expresión. También son frecuentes las palabras con las que se ofende a ciudadanos y funcionarios —entre ellos muchos jueces— con calificaciones que ya forman parte de la oratoria rupestre.
En esta crónica del lenguaje ilustrado también figuran otras manifestaciones reveladoras de un temperamento, una intención y una vocación que no cejan ni cejarán. Recordemos una de ayer, que se grabó en la historia: “al diablo las instituciones”. Y pongamos en la misma cuenta otra de hace unas horas, que es confesión del personaje investido con el Poder Ejecutivo de la Unión. Aceptó que “mete la mano en el proceso electoral”, proceso cuyo control compete a otras manos armadas por la ley. ¿Y qué?
Pero nada de esto puede quedar en el arcón de la oratoria profana. Debe alimentar nuestra urgente reflexión sobre el temperamento, la orientación, la intención, el destino (que también es el nuestro) que se aloja en esas manifestaciones tan reveladoras, constantes y belicosas. No podríamos ignorar, por ejemplo, que la condena “al carajo” recayó sobre personas que habían sufrido pérdidas irreparables y padecían las consecuencias de un desastre cuyo origen y responsabilidad no pretendo analizar aquí. Pero esas víctimas, que quizás aguardaban un gesto de empatía (“participación afectiva, y por lo común emotiva, de un sujeto en una realidad ajena”, dice el mismo Diccionario de la Academia), recibieron el rechazo fulminante de quien debió abrirles los brazos y brindarles por lo menos una palabra de solidaridad, ya que no remedio o reparación.
No olvidemos la coyuntura. Esa confesión —más clara “ni el agua”, para recurrir al mismo lenguaje vernáculo— de quien mete las manos en un proceso electoral, erigiéndose en denunciante de las faltas (reales o supuestas) de los adversarios, nunca de las infracciones (también reales o supuestas) de los partidarios, se expresó en pleno proceso electoral. ¿No es verdad que los servidores públicos —y a la cabeza de ellos quien los preside, nada menos— deben mantenerse lejos de la contienda de los partidos, que no es una reyerta entre los ciudadanos y el gobernante pugilista?
Todo ocurre en la víspera de los comicios. La vox dei, que elude los graves problemas que sufre la nación, se ocupa en atraer votantes al movimiento político que favorece y alejarlos de los que repudia, condenados “al carajo”. ¿No es hora de que entendamos, en preparación del sufragio, dónde estamos y qué destino nos aguarda?