En días pasados, el historiador Enrique Krauze publicó un artículo en el diario Reforma, con el título de “Un destructor olvidado”, en el que se refiere a los horrores que hizo en Tabasco Tomás Garrido Canabal, “un político de la Revolución muy popular y poderoso”, como lo define, que se propuso “elevar la moral de los mexicanos” y para ello consideró necesario destruir lo que desde su punto de vista era “la raíz de todo el mal en nuestro país”: la fé católica y la iglesia.
Hace algunas semanas, otro historiador habló en un programa de televisión en el mismo sentido. Allí se analizaba la Revolución Mexicana y Javier Garciadiego, eligió para hablar de los revolucionarios, a uno de los bandidos más violentos de la época, el michoacano José Inés Chávez García.
No son los únicos. Hay una tendencia a ver a la Revolución ya no solo desde la perspectiva de líderes y caudillos con causas y genuinos deseos de mejorar las cosas, sino para hacer hincapié en la violencia que hubo en ella. Este modo de ver las cosas se hizo evidente cuando se festejó el bicentenario de la Independencia y el centenario de la Revolución y varios historiadores hablaron no solo de bandidos que no tenían otro objetivo que robar, violar y matar, sino incluso de líderes a los que veneramos en la historia oficial, que también fueron violentos o les permitieron serlo a sus seguidores.
En su texto, Krauze le reclama a Carlos Martínez Assad, quien ha estudiado mejor que nadie a Garrido Canabal, que en sus trabajos no de cuenta de lo que él llama “los aspectos más sombríos de su gestión”. Pero sucede que Martínez Assad, prefirió señalar los cambios que hizo Garrido, a los que este historiador considera significativos: el laicismo, la educación antidogmática y la creación de un modelo económico propio (no decidido desde el centro) para desarrollar a la entidad.
Se trata de dos corrientes historiográficas distintas. Una, la que pretende ver la versión de la historia en la que predomina el terror (como se hizo en Francia hace algunos años respecto a su propia Revolución) y otra, la que pretende dar cuenta de lo que fue cada movimiento o caudillo.
Lo que quiero destacar aquí es que, considerando lo que estamos viviendo hoy, los historiadores que se parecen a los de revisionistas franceses, en realidad van por otro lado que podríamos llamar metafórico, porque prefieren acentuar la parte destructiva de ciertos caudillos que se consideran a sí mismos como encabezando cambios profundos. Hablar en este momento sobre un delincuente brutal en Michoacán contra el que el Estado no pudo hacer nada o de un político tabasqueño que convirtió lo que él llamaba “su obra revolucionaria” en pura destrucción, no son metáforas dificiles de develar.
Krauze termina con una aseveración que él considera esperanzadora: dice que a pesar de que la peor violencia fue contra la religión católica y la iglesia, hoy el 65 por ciento de la población tabasqueña profesa esa fe. Parecería pues, que la violencia destructora no logró sus objetivos.
Para Martínez Assad en cambio, esas cifras son bajas en relación a lo que sucede en el país con la religiosidad, pero lo importante es demostrar que, por poderoso que sea un caudillo, hay una sociedad, una cultura y un sistema político que actúan sin necesariamente tener que ver con sus decisiones. Sin duda, también una aseveración esperanzadora.
sarasef@prodigy.net.mx