En su reciente visita al estado de Guerrero, el presidente López Obrador se vio obligado, por la insistencia de los medios, a referirse a la venta de niñas, que es una práctica común en varias comunidades indígenas de ésta y otras regiones del país.
En cuanto tienen su primera menstruación, son entregadas en matrimonio a cambio de una dote, o vendidas. “Las niñas quedan en absoluta vulnerabilidad. Su nueva familia las esclaviza con tareas domésticas y agrícolas, y a veces abusan sexualmente de ellas”, dice Abel Barrera, dirigente de la ONG Tlachinollan. Otras son llevadas a la prostitución.
Mucho le molestó al Mandatario que se pusiera este tema sobre la mesa, y le dio todas las vueltas que pudo: que no vine aquí para hablar de eso, que es una excepción, que no solo entre los pobres hay prostitución. Lo que no pudo eludir fue la realidad de que son usos y costumbres, algo que en nuestro país se ha aceptado, permitiendo a las comunidades regirse por ese sistema, lo cual sucede en casi medio millar de municipios.
La razón de esta aceptación, es el pensamiento liberal y progresista que desde hace medio siglo considera que se debe respetar a todas las culturas en su diversidad.
Sin embargo, esto que suena tan políticamente correcto, nos enfrenta a una contradicción: ¿Hasta dónde debe llegar la aceptación de modos de vida y de costumbres que para nuestra cultura y nuestros valores resultan inadmisibles y hasta repugnantes?
Los ejemplos abundan: grupos religiosos que se niegan a aceptar los avances científicos en salud, comunidades que imponen castigos a quienes consideran delincuentes, o la venta de niñas.
La idea central de la aceptación de la diversidad, ha sido que no se debe imponer como superior ninguna organización social, forma civilizatoria o cultura, pero insisto: ¿Podemos aceptar prácticas que se oponen radicalmente a los principios que fundan nuestras sociedades y por los cuales se ha luchado durante siglos? ¿Podemos hacer como que no vemos la frontera que marca lo válido e inválido, lo correcto y lo equivocado, lo sano y lo enfermo, lo normal y lo anormal, lo ético y lo inmoral? ¿Hasta dónde puede llegar el respeto irrestricto a usos y costumbres que niegan el respeto a los derechos humanos, a la existencia de legislaciones e instituciones que se pretenden neutrales y aptas para amplios grupos sociales y al cumplimiento de las obligaciones del Estado y de los gobiernos? ¿Podemos aceptar que se destruya lo que hemos construído con tanto esfuerzo y que hoy seguimos defendiendo?
No. Eso no podemos ni debemos hacerlo. Porque el respeto irrestricto a otras culturas, a sus usos y costumbres, a sus maneras de actuar, nos llevaría al círculo sin salida de que cualquier grupo que considera lo suyo como lo mejor por sus particularidades, niegue lo que nosotros consideramos como lo mejor precisamente por su carácter universal. Y esta no es solo una consideración abstracta, sino que se ha demostrado en la práctica.
Dicho de otro modo: que nuestras teorías pueden ser perfectas, pero no podemos permanecer ciegos ante sus consecuencias. Por lo tanto, debemos aceptar que la libertad cultural no es aplicable a todas las sociedades y que situaciones como la venta de niñas son absolutamente inadmisibles desde cualquier punto de vista que se las quiera ver y deben ser prohibidas y castigadas hasta eliminarlas por completo.