Le preguntó el periodista Jorge Ramos al escritor Mario Vargas Llosa qué pensaba del lenguaje inclusivo –ese que pretende visibilizar por igual a las mujeres que a los hombres, usando para el efecto el sustantivo todes— y el patriarca soltó una sonora carcajada.
Y la concurrencia a la entrevista, los miembros del Partido Popular español, lo imitaron: desde sus butacas soltaron una ruidosa carcajada.
Pero a medida que la carcajada de su público menguaba, algo cruzó por la mirada del escritor. Tal vez, podría ser, fue el recuerdo de las marchas de mujeres que habían llenado unas semanas antes –estamos hablando del año 2020— las principales avenidas de las ciudades del mundo que habla en español. Las marchas más largas, más nutridas, más tumultuosas que han recorrido en lo que va del siglo 21 las avenidas principales de Madrid, México, Lima, Buenos Aires o Santiago de Chile.
—Déjeme ahora explicarme– pidió entonces el patriarca, muy serio. Aseveró entonces que él está de parte del feminismo, pero no del “feminismo mal entendido” que pretende “desnaturalizar” al español. —Eso no lo puedo autorizar– concluyó enfático.
Hay varias tonterías que desempacar acá. Empecemos del final al principio.
El patriarca se permite decidir cuál es el feminismo bien entendido y cuál el mal entendido. ¿Por qué? ¿Quién le ha concedido precisamente a él esa autoridad?
Luego, el patriarca da a entender que él apoya al feminismo siempre y cuando no sea en el único lugar donde su apoyo pesaría algo, a decir: en el lenguaje. Como si el escritor dijera: hágase la igualdad en casa de mi vecino, en la mía jamás.
Y por fin, Vargas Llosa traiciona al lenguaje mismo, al dar por entendido una falsedad: que el lenguaje excluyente que hoy usamos es “natural”.
No. Nada en el lenguaje es natural. El lenguaje es por excelencia lo cultural. Es un universo de acuerdos entre los seres humanos para otorgar a ciertos sonidos correspondencia con ciertas cosas. En la frase gato negro no está el gato ni lo negro. Ambas cosas son un acuerdo. Y cuando en una habitación, supongamos en un auditorio, hay mil personas, hombres y mujeres, llamar a ese conjunto humano todos es un acuerdo. Llamarles todes es otro acuerdo. Y podría haber el acuerdo de que llamarle todas fuese también correcto.
Me detengo en Vargas Llosa porque encarna tan bien a los patriarcas liberales del mundo que habla en español y su relación con la lucha de las mujeres por la igualdad.
Nada más no pueden abrir sus señoríos, sus instituciones y sus corazones, a la otra mitad de la población, por más que al mantenerlas cerradas traicionen la democracia que han enarbolado una vida entera. No, no pueden, no encuentran dentro de ellos el valor civil para renunciar al privilegio que les concedió el caprichoso dios del azar: haberlos hecho nacer hombres en un mundo patriarcal.
Es el caso del Colegio Nacional de México, en cuya larga historia solo ha habido 9 colegiadas, en contraste con 302 colegiados, y a pesar de que opera con dinero público y que pretende representar la excelencia de toda una cultura. Es el caso de la Real Academia Española, que ha tenido apenas 11 académicas, en contraste a 489 académicos, y sin embargo pretende tener autoridad sobre el lenguaje que hablamos a diario hombres y mujeres. Y era el caso de los parlamentos donde se hablaba en español, hasta que durante la década recién transcurrida las mujeres los tomamos en un lento e implacable asalto, para de golpe imponerles cuotas de género.
Ese lento y hasta cordial asalto también llegará a los señoríos de los patriarcas liberales culturales. Como por propia voluntad ellos no supieron hacerlo, en diez años será por fuerza que sus instituciones serán paritarias. Y entonces, la carcajada con que Vargas Llosa quiso borrar la palabra todes sonará como un feo graznido: el estertor de un patriarca que por mezquino se volvió deshonesto y en ello perdió su autoridad.