En aquel país, el Arte del Servicio Público logró tal eficacia, que toda la voluntad de un pueblo residía en un solo hombre, el Presidente.

Era asombroso. Cada que se cambiaba al Presidente, el recién electo por el pueblo era introducido a una recámara estrecha, vacía y blanca, de la que salía un día más tarde con un aura azulada y el don de sentir en su propio cuerpo cada región del país.

Si el Presidente se despertaba con un dolor de quijadas, se sabía que en el Norte del País habían problemas y el mandatario dictaba las medidas necesarias para que se resolvieran.

Si al Presidente le sorprendían en medio de un pasillo los retortijones, ordenaba que se auscultara de inmediato la zona Sureste del Imperio.

Y cuando el Comandante en Jefe del Ejército del Sureste había cerrado con llave la reja del último sedicioso encarcelado, el Presidente sentía la relajación de sus intestinos y el rápido ascenso del bienestar desde su ano a su mollera.

Tal era la perfección del Servicio Público.

Sucedió sin embargo que llegó a la presidencia un hombre resentido con los servidores públicos.

–Es mentira que el pueblo es feliz en este país –anunció. –El pueblo ha sufrido décadas de forma pareja por culpa del gobierno. Los jueces imparten injusticia. Los representantes del pueblo en el Congreso no lo representan. Los hospitales y las escuelas son malas.

–Está loco –empezaron a murmurar en los noticiarios los periodistas.

–Y los periodistas no lo informan –le dio por empezar a decir también al presidente loco. –Lo han cegado con mentiras.

–Quiere destruir al Servicio Público –insistieron los periodistas.

Pero otros periodistas asintieron:

–Es verdad, desde hace mucho el Servicio Público no atiende al pueblo –dijeron y se pusieron a documentar cómo no lo atendía.

–Los servidores públicos –fueron anunciando tras sus indagaciones—solo sirven a los servidores públicos y a los muy ricos.

Y en cada zona del país el pueblo empezó a repetir que los jueces no les servían y sus legisladores quién sabe qué hacían y en dónde, e incluso se atrevieron a decírselos cara a cara.

–No me sirves –le decían las marchantas de los mercados a los honorables jueces cuando los jueces salían en las pantallas de televisión.

–Ah este presidente loco, dictador y destructor de la Patria –se quejó en la televisión una famosa analista simpatizante del Servicio Público. –Es que él ha llegado a la presidencia con demasiadas dolencias crónicas. Le duelen los ojos y la lengua y hasta las flores de los jarrones. Por eso su resentimiento.

Entonces el Emperador ordenó cambiar todo en lo que el Servicio Público le fallaba al pueblo. Que según él era en Todo. Y los servidores públicos decidieron que no cambiarían nada, nada, y dejaron al dictador dictar sus órdenes en vano.

–Grita dictador, grita, no te obedeceremos en nada, para eso somos autónomos, tirano –decían para sí mismos y en las cenas donde se reunían y en los programas de televisión.

Eso mientras otros periodistas empezaron a pedir mayores cambios. Tampoco la organización económica les parecía que servía bien a la gente. Ni el Ejército. Ni los hospitales o las escuelas.

–Cambiemos todo, todo –exigían al Presidente. –Está usted yendo muy despacio. Es un tímido. ¿De qué tiene miedo? Es ahora o nunca.

Y los jueces que ignoraban al presidente empezaron a toparse en las plazas con un pueblo que los abucheaba.

–Buh. Buh. Conservadora, buh –le gritó una plaza entera y a coro a una jueza un día que se le vino a ocurrir cruzarla a pie.

–Todos son pagados por el presidente Imperial –escribió por whattapp la jueza a su periodista predilecta. –Lo que no comprendo es esto. ¿De dónde ha salido tanto dinero para pagar a tanto pueblo afín a la Destrucción? Según la última encuesta, más de 30 millones quieren que el próximo President@ sea todavía más destructor.

Fue en el preciso momento en que la jueza envió ese último mensaje que el Presidente en el centro de un patio soleado sintió un pálpito en el corazón.

Continuará…

Google News

TEMAS RELACIONADOS