Cuando Claudia bajó de su automóvil, decenas de marcelistas la recibieron con la consigna de Marcelo Ebrard:
–Piso parejo –corearon. –Piso parejo.
En contraste, cuando Marcelo bajó de su coche, los mismos marcelistas –exactamente los mismos– lo recibieron con una felicitación a coro:
–Vas bien Marcelo, todo estará bien.
–Ya me cansé –le dijo Claudia minutos más tarde a Alfonso Durazo, el árbitro de la contienda, ya dentro del vestíbulo del hotel donde habría de sesionar el Consejo de Morena.
–Ya me cansé –el dedo índice de Claudia extendido hacia Alfonso. –A dónde yo vaya, se me respeta.
Qué autoritaria, comentaron en las redes. Qué soberbia.
Más bien, digo yo, qué típico drama en la vida de cualquier mujer del siglo 21.
Yo le pregunto a la lectora de estas líneas cuántas veces en su vida ha reclamado respeto.
A un hermano, un padre, un novio, un jefe, un subalterno, un esposo, un colaborador, un taxista.
–Ya me cansé, respétame –: yo empecé desde niña a tener que decírselo a mis dos hermanos mayores y desde entonces he tenido que seguir diciéndolo, así sea con otras palabras: déjame hablar, no me interrumpas; págame lo mismo que a Fulano, estamos haciendo el mismo trabajo; no plagies un texto mío, como si no tuviera autora; no, no puedes quitarme mi casa, es mía.
Son los episodios personales de un encontronazo más extenso. El encontronazo de dos culturas. El milenario Patriarcado –que exige a las mujeres subordinación ante los hombres— y el joven Feminismo –que exige a los hombres igualdad.
Y no son episodios francos y de una escena. Nadie dice en voz alta:
–Quítate mujer, porque yo soy el macho y el macho debe mandar.
No: siempre se dice otra cosa, cualquier otra. Ni al primer reclamo el Patriarcado acepta su derrota: el Patriarcado martillea y martillea hasta que pueda poner de rodillas a la mujer que reclama piso parejo.
Sincerémonos. La verdad es que si Claudia se hubiera quejado del rompimiento de las reglas en tono doloroso, no con energía, le hubieran llamado llorona, y no apta para ejercer la autoridad.
Y de no haberse quejado en absoluto, la hubieran considerado pasiva. Y de nuevo, no apta para ejercer la autoridad.
Porque la meta del Patriarcado es siempre declarar a la mujer no apta para el poder.
–La mujer a la cocina, a la casa y a la iglesia –ese ha sido el credo del Patriarcado. –Nunca una mujer gobernando nada.
Y todavía es más sencillo y más brutal. Esta es una contienda por el Poder más alto del país y los contendientes usarán todas las armas a su alcance para batir a sus adversarios.
En el caso de Claudia, la golpearán con las armas del Patriarcado ahí donde reside su diferencia y lo que es su mayor atractivo.
Que es la primera mujer feminista con una verdadera oportunidad de gobernar al país.
–No muestra sus emociones y no sonríe –dijo hace unos días una politóloga en la tele, dando voz al Patriarcado que exige a las mujeres ser agradables y emotivas, como mucamas jóvenes en busca de un galán.
Porque hay mujeres anti-Izquierda que en esta contienda también utilizan y utilizarán las armas patriarcales para intentar derrotar a otra mujer.
–No es feminista, es una mujer sumisa al Presidente –dijo otra politóloga también en la tele, hace unos meses. –Claudia nunca le ha dicho que no a Obrador.
Habría que preguntarle a la politóloga: ¿Y Adán Augusto alguna vez le ha dicho a su presidente que no, en público? ¿O Marcelo ha tenido un desplante de rebeldía ante el Patriarca de su propio partido? O bien, ¿cuándo fue la última vez que Noroña dijo: la Izquierda del compañero Obrador es la equivocada?
Son reglas sobreentendidas de las arquitecturas piramidales, es decir: patriarcales. Así sea en una empresa o una organización política, al jefe de jefes no se le desafía en público. Sería suicida.
¿Por qué se le exige a Claudia lo que a los otros candidatos nunca?
De nuevo, porque el intento es convertir su mayor positivo –su género y su feminismo– en un negativo.
Y convendría normalizar la pregunta cada que a una mujer se le descalifica: ¿medirías con la misma vara a un hombre?