Apunta el rifle, mirando por la mirilla el tronco del pino. Cuando asoma tras el tronco el soldado nazi, Enrique dispara.
Enrique: Hershl en polaco.
Pero no ha dado en el soldado nazi, sino en otro tronco. Así que se gira y corre y un disparo pasa zumbando al lado de su cabeza. Sigue corriendo, las botas caen sobre la nieve, arriba de él hay un súbito correr en una rama, una ardilla aterrada, y por fin se coloca de espaldas contra otro tronco de pino.
La respiración de Hershl forma volutas de vapor en el aire helado. Oye en la distancia los pasos cayendo a su espalda.
Echa a correr otra vez. Se vuelve y sin apuntar dispara otra vez. Pum… Luego el silencio, no ha dado en ningún blanco la bala, su última bala, se ha perdido entre los troncos de pinos. Está perdido. Dios lo ha abandonado. Un soldado polaco perdido en un bosque.
Decide seguir andando, a pesar de saber que el otro hombre, armado y con balas, lo sigue de cerca. Se desprende del árbol y camina, envuelto en el vapor de su propia respiración entrecortada. En cualquier momento la bala del otro hombre le entrará por la espalda, piensa, las botas caminando sobre la nieve blanca.
Llega a un claro del bosque. Un breve círculo sin árboles. Vivo todavía. Milagrosamente vivo todavía. Hay una fogata cuyos leños son ya de carbón, a excepción de uno, aún con un extremo rojo, y la fogata humea. Y a un lado de la hoguera hay una colcha. Se acerca. No es una colcha, es una bolsa de dormir.
Decide guardarse en la bolsa de dormir, con todo y el rifle sin municiones. Desde adentro de la bolsa corre la cremallera sobre su cabeza. El calor le entra hasta los huesos. Piensa que va a dormirse, entregarse a su suerte, de cualquier forma no tiene nada mejor que hacer que entregarse al sueño, sin munición y perseguido por otro hombre que sí tiene balas en el arma y cuya misión es matarlo.
—Hey –la voz lo despierta. Es el soldado nazi.
¿Qué espera para dispararle desde afuera? Es lo natural: le disparará, abrirá la bolsa, tirará su cuerpo a un lado y dormirá en la bolsa.
—Hey –insiste el hombre de afuera. —Voy a entrar –dice en alemán el nazi.
Sobre la cabeza de Hershl se descorre la cremallera de la bolsa y sigue descorriéndose al lado de su cuerpo. El soldado enemigo se tiende a su lado. Luego empieza a correr la cremallera, y apoya el codo en la cara de Hershl para terminar de cerrarla por encima de las cabezas de ambos.
Hershl siente contra las costillas el cuerpo extraño y siente la pistola del hombre. Piensa: la aferro y aprisa le suelto un balazo contra el estómago.
No lo hace. En medio del bosque los dos cuerpos lado a lado se entibian. Las respiraciones calientan el interior de la bolsa. El nazi lo abraza por la cintura. Los latidos. Hershl escucha los latidos del hombre y poco a poco, a medida de que se serena y decide no matarlo, escucha sus propios latidos, más espaciados, más tranquilos.
Lo que sigue para estos dos hombres cruza medio planeta.
Cruzan la frontera polaca fingiendo que Helmut, el alemán, es prisionero de Hershl, el polaco. Cruzan Japón, fingiendo que ambos son emisarios de la Alemania nazi. En el puerto de Osaka, toman un buque que parte a San Francisco.
A la mitad del océano, en el buque japonés se recibe la noticia de que Estados Unidos ha entrado a la guerra y es ahora el enemigo de Japón, y lentamente la proa gira en redondo para regresar a Japón.
Pero una larga conversación del polaco y el alemán con el capitán japonés, gira al buque otra media vuelta.
Desembarcaron juntos en el puerto previo a San Francisco, en Mazatlán, México, Helmut, Hershl y el capitán japonés, los tres traidores a sus respectivas patrias, porque un marinero les dijo:
—Ahí hace calor todo el año.
La historia la conozco porque siendo niña me la contaron los dos hombres, en medio de un jardín de palmeras, oloroso a guayabas. Cada uno sentado en un poltrón de paja, fumando sendos puros habaneros.
Mi padre Enrique, mi tío Guillermo.