Este 13 de agosto se cumplieron 3 años de que estuve privada de mi libertad y por fin hoy puedo celebrar que se hizo justicia. Lo que dije desde el primer momento se hizo realidad. Me presenté sin rehuirle a la justicia, señalé que estaba dispuesta a comparecer ante las autoridades porque el que nada debe nada teme, pero que tenía derecho a seguir mi proceso en libertad. No quiero escribir en esta ocasión sobre los agravios y la infamia que me condenaron injustamente a vivir en esa alcantarilla los últimos 3 años de mi vida. Me interesa más hablar sobre lo que he aprendido y de la necesidad de reformar nuestro sistema penitenciario y corregir las fallas que a estas alturas se registran en el nuevo sistema penal acusatorio.
Tal vez esa sea la razón por la que llegué a Santa Marta. Conocí la injusticia y desigualdad en la que viven las comunidades más pobres de nuestro país, porque las visité e impulsé programas que tendían a fortalecer sus derechos. A mi generación le tocó abrir la brecha y luchar por las mujeres: visibilizamos la violencia intrafamiliar y combatimos todo tipo de violencia de género, luchamos por los derechos políticos: desde las cuotas hasta la paridad. Conocí de primera mano las desigualdades y la necesidad de nuevos paradigmas para las ciudades, porque me tocó ser la primera mujer en gobernar la capital de la República, y trabajar con los grandes centros urbanos para construir un nuevo modelo basado en la persona y no el automóvil y poner en marcha una nueva agenda urbana. Pero jamás me había tocado vivir la injusticia en carne propia y conocer desde las entrañas lo obsoleto, punitivo y arbitrario del sistema penitenciario de nuestro país, que lejos está de lo que han emprendido en este aspecto los países más democráticos y defensores de los derechos humanos.
Ya se ha escrito mucho y con una claridad magistral en estas mismas páginas por el gran jurista Sergio García Ramírez. Yo quiero hacerlo ahora no desde el conocimiento de las leyes, sino de la vivencia directa, cotidiana. Para empezar, lo que significa que a las personas en prisión preventiva se les tenga en una cárcel, violando con ello su presunción de inocencia, por la estigmatización que representa. Debiera haber un lugar especial que no sean los centros de reclusión para mantener a las y los “cautelares”, que si se aplicara la ley tendrían que ser la excepción y no la mayoría. La prisión preventiva no es excepcional como dicta la ley y se vulneran todos los derechos cuando se encarcela para después investigar, cuando debiera ser todo lo contrario. Me han tocado casos de mujeres que después de años salen absueltas, pero ya nadie repara el daño que se les ha hecho.
El otro tema muy relevante es el populismo punitivo que caracteriza nuestro sistema. Se le hace creer a la sociedad que, aumentando las penas, se inhiben los delitos. Esto es totalmente falso. Es un engaño. Basta con ver las cifras de incidencia delictiva para darnos cuenta de que ésta no es la solución. Pude conocer de primera voz las tragedias familiares y el entorno en el que crecieron muchos de estas chicas, lo que implica un abordaje totalmente diferente del derecho, un andamiaje multidisciplinario y no una perspectiva reducida como hasta ahora se aplica.
Otras disciplinas deben ser parte de la administración de la justicia, particularmente las neurociencias, como lo señala Gerardo Laveaga, pues el simple dato de que el 70% de las personas que están en reclusión sufrieron el trastorno de déficit de atención nos indica que las causas no están en la pobreza, sino en otros factores que tienen que abordarse y, sobre todo, prevenirse científicamente. Hay mucho por hacer para lograr un cambio de paradigma y conseguir verdaderamente un sistema penitenciario en el que cada vez haya menos gente en la cárcel y más en libertad. Por lo pronto, sumo la causa de la justicia a las tantas por las que he luchado a lo largo de mi vida. Rosarios hay muchas y hay que conseguir su libertad.
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