El próximo domingo, cuando el presidente López Obrador visite Cuba, le será imposible no recordar cuando, en el verano de 1988, decidió viajar a la isla en compañía de su entonces esposa, Rocío Beltrán (fallecida en 2003), para decidir, juntos, qué hacer ante un hecho singular: el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas —protagonista de una campaña presidencial que ellos vieron de lejos— había tocado a su puerta para ofrecerle la candidatura al gobierno de Tabasco por el Frente Democrático Nacional (FDN). Primero lo rechazó, luego pidió tiempo, y al final, aceptó esa cita con su destino.
Una década antes, como director del Instituto Nacional Indigenista (INI) en Nacajuca, donde la familia López Beltrán ocupó por algún tiempo una choza de palma, vara y guano, el ahora presidente acudió también a Cuba para aprender de su programa de alfabetización, y con el apoyo del gobierno de Fidel Castro, trajo a la zona chontal a instructores para edificar vivienda de bajo costo. Nació entonces el “Plan de Construcción Sandino”, que levantó casi 600 casas para naturales de la región.
En aquel primer episodio, Cárdenas Solórzano pidió a Graco Ramírez convencer a López Obrador. Quien sería luego gobernador de Morelos mostró paciencia suponiendo a su paisano tabasqueño en La Habana, deshojando la margarita. Pero el avión que debió trasladar a la pareja se averió antes, en Mérida, por lo que se refugiaron en Cancún, según lo narró para un libro del recordado periodista Jaime Avilés. Fue lanzado por fin al puesto de gobernador, bajando al candidato que ya había sido postulado, Gonzalo González Calzada.
Es posible que durante su periodo al frente del INI, López Obrador —que promediaba apenas 25 años— haya visto como Shangri-La los usos de la política cubana. Pero llegado 1983 vino su gran tropezón, cuando el flamante gobernador Enrique González Pedrero lo destituyó como presidente del PRI ante una rebelión de los alcaldes tabasqueños, que se quejaban de que se quería gobernar desde el partido. “Andrés, esto no es Cuba”, le dijo su mentor, él mismo con simpatía intelectual por La Habana, casado con una cubana, la escritora Julieta Campo, a la que había conocido durante sus estudios universitarios en París.
El ahora presidente López Obrador puede traer esas historias en las alforjas, pero según analistas y fuentes gubernamentales consultados por este espacio, su acercamiento con la isla poco tiene que ver con aquel viejo romance político con la revolución cubana, y constituye en cambio un ejercicio de política pragmática.
Lo que Palacio busca es reconstruir lo que ocurrió durante décadas —pero se perdió con los gobiernos Fox, Calderón y Peña Nieto. El contacto con Cuba encerraba varias facetas que siempre fueron útiles en las antiguas administraciones del PRI: tener peso sobre el Caribe y Centroamérica, mostrar al mundo un cariz progresista, y cobrar un poco de estatura ante Washington como intermediario con La Habana.
El problema es que el régimen de Miguel Díaz-Canel (con tres visitas a México en tres años) no tiene el lustre ideológico de antaño y exhibe el rostro de una dictadura sostenida a garrotazos y cárcel contra disidentes. La región completa, Cuba incluida, ha hecho prender alertas en la Casa Blanca por nuevas oleadas de migrantes ligadas a bandas de traficantes de todo tipo. La paciencia de Washington parece agotarse ante esta crisis que le trae costos políticos internos. Se cierran los espacios para una estrategia que dote a México de peso en la definición de soluciones para una zona cada vez más en llamas.
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