Están a punto de cumplirse seis meses desde que, a mediados de agosto, según fuentes cercanas a Palacio, el presidente López Obrador determinó emprender la ruta de una mayor radicalización ante un escenario en el que se conserva en plenitud de poder, pero con señales crecientes de una pérdida de control político sobre diversos ámbitos clave.
“Ahora sí me voy a cerrar”, dijo el mandatario, de acuerdo con testimonios de testigos directos. Así se expresó ante dos hechos consumados: el retroceso de su partido, Morena, en las elecciones recientes, que impusieron en particular una nueva correlación de fuerzas en la capital del país. El otro tema que lo acicateó en ese periodo fue el fracaso en lograr que la Comisión Permanente del Congreso sacara adelante la consulta revocatoria.
Ese tropiezo para la revocación-ratificación precipitó la defenestración de la entonces secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, quien había levantado la mano para coordinar el cabildeo con legisladores, reunirse con líderes de bancadas y con gobernadores. Con ello desplazaba a Julio Scherer Ibarra, a la sazón consejero jurídico, el cual coordinaba hasta entonces la negociación. Era de sobra conocida la distancia entre Scherer Ibarra y Sánchez Cordero desde inicios de sexenio.
La relación entre el Presidente y ambos funcionarios tuvo desencuentros en las semanas previas, pero ese asunto se desbordó: en una semana los dos salieron del gabinete. En este proceso hubo un actor insospechado: Jesús Ramírez Cuevas, vocero presidencial, atizó las fricciones, en especial sobre Scherer. El resultado final fue el debilitamiento del bloque moderado en el gobierno, en beneficio de posturas duras, concentradas en un círculo más estrecho.
La obstinada cerrazón de López Obrador exhibida en las últimas semanas tiene esa historia como telón de fondo. Aquella semana convulsa sembró la atmósfera que se expresa en la crisis por las casas que han ocupado en Texas el hijo del Presidente y su nuera.
El viejo principio de que en política sólo la decisión inicial es un error, lo demás son consecuencias, aplica para esta historia que se enreda cada vez más. Es ocioso imaginar qué hubiera ocurrido si desde el principio la reacción hubiera quedado reducida a que los familiares del mandatario reaccionaran desde su ámbito privado, como lo hicieron el fin de semana.
En medio de esta crisis se produjo un hecho inédito: la arrolladora artillería de redes sociales conducidas desde la llamada cuarta transformación fue rebasada por el escándalo de la llamada “Casa Gris”, que se colocó como tendencia en las propias redes a lo largo de varios días.
Como en tobogán, el Presidente determinó —o fue acicateado— que la crisis hiciera crisis, y fue elevando su apuesta. Es muy probable que el mayor costo político lo esté cargando hasta ahora el mandatario.
La decisión de exhibir los presuntos ingresos del periodista Carlos Loret rompió otra línea roja y atrajo daños agravados a la imagen presidencial. Sus operadores y voceros se tropezaron con dos versiones sobre la fuente de esos datos: el origen desconocido o el SAT. Lo peor es que todo indica que se trata de información falsa, al menos parcialmente.
López Obrador inició la presión para que el INAI indague sobre los sueldos de un particular (Loret), lo cual no está previsto en su ley, pero sí lo está el que proteja datos personales de un ciudadano, que en este caso habrían sido violados. El riesgo de que esta deriva se agudice está a la vista. Es deseable que el Presidente recurra a uno de sus dichos favoritos: es de sabios cambiar de… consejeros.
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