México ha sufrido tres gravísimos problemas a lo largo de su historia: la desigualdad, la corrupción y la violencia. Nombrados de muy distintas formas y rodeados de muy variadas interpretaciones, esos tres males no sólo han subsistido sino que se han profundizado con el paso de los años, hasta el punto en que, al despertar el 2022, vivimos ya en uno de los países más desiguales, más corruptos y más violentos del planeta. Desearía con toda el alma que esta afirmación fuera exagerada, pero es cierta.
Nadie en su sano juicio —y de buena fe— debería dudar sobre la necesidad imperativa de hacerles frente de manera colectiva, reconociendo sus causas y los vínculos perversos que hay entre esas tres patologías que, literalmente, están matando. Nadie debería resignarse ante la evidencia que nos ha puesto, ya, en los peores sitios comparados.
Empero, mucho me temo que esos problemas seguirán creciendo, mientras el gobierno mexicano siga combatiendo solamente sus efectos y doliéndose en voz alta de quienes los han causado, en vez de convocar a erradicar las causas. He aquí el defecto más profundo del sexenio en curso: que en vez de enfrentar esos males que han lastrado a México, el gobierno ha preferido (acaso) mitigarlos y buscar culpables. Se ha equivocado de manera garrafal confundiendo la raíz de los problemas públicos con las personas que se han beneficiado de ellos.
Quizás de buena fe (quizás) ha optado por estigmatizar a quienes obtienen más ingresos y por repartir poquito a quienes necesitan todo, en vez de redistribuir ingresos desde su creación, generar empleos, cobrarle más impuestos a quienes concentran la riqueza, establecer una política fiscal realmente progresiva y garantizar derechos para los más débiles. Al estilo Robin Hood, en cambio, ha creído que la riqueza es una bolsa de oro que debe arrebatársele a los ricos para repartirla entre los pobres, y ya. Ha confundido el fenómeno de la pobreza con las extravagancias de los ricos y ha creído que se trata de un asunto de reparto y no de crecimiento y redistribución de ingresos, desde el origen (y mientras escribo, me doy cuenta de que ni siquiera han entendido la diferencia entre el dinero y el ingreso).
Lo mismo ha sucedido con la corrupción: siguen pescando peces gordos obsesivamente, sin modificar las aguas turbias donde crecen; siguen confundiendo impunidad con corrupción; y siguen sin escuchar siquiera que, mientras siga vigente la apropiación constante de lo público para fines políticos y/o financieros, la corrupción seguirá vigente. Creen (quizás genuinamente) que castigando a un puñado de corruptos se acabará la corrupción.
Y otro tanto ha sucedido con la inseguridad. Aunque se les ha explicado una y otra vez, no entienden que la paz no es la ausencia de violencia —ni mucho menos contenida solamente con el pueblo armado y no sólo uniformado—, sino una construcción social basada en el derecho. Les gusta citar a Juárez, sin honrarlo: el respeto al derecho es la paz. Arengar al pueblo bueno a combatir al pueblo malo mientras se adelgaza al Estado y se le incapacita para garantizar derechos —a niveles que envidiarían Reagan o Thatcher— no produce paz sino polarización y más violencia.
Pero da igual. A todas luces, el gobierno mexicano ha preferido ser simpático y ha optado por explicar cada problema como un asunto de personas malas que lastiman a las buenas y se ha propuesto señalar y fustigar a los malvados en vez de afrontar los males que han causado. En el mejor de los casos, al terminar este sexenio quizás se habrá consumado con éxito una purga, pero los problemas seguirán ahí, acrecidos y agravados. Y en el peor, el país acabará consolidando su ominoso liderazgo mundial en la desigualdad, la corrupción y la violencia.