En su afán de construir un lenguaje propio del régimen —que es uno de sus rasgos distintivos—, el presidente ha decretado una relación política y económica entre el ingreso y el pensamiento, con el siguiente razonamiento: el pueblo pobre es el pueblo bueno y por eso vota por Morena; en sentido opuesto, las clases medias son aspiracionistas —un neologismo que significa (creo) que aspiran a lo que no pueden— y eso las vuelve codiciosas, malas y adversas a Morena. Los buenos son pobres y los clasemedieros son malos.

De entrada, en esos silogismos advierto una indigestión de materialismo histórico. La lucha de clases que se describe en el Manifiesto Comunista como hilo conductor de la historia no es una estrategia narrativa para ganar votos ni, mucho menos, una prédica: “si quiere ser bueno, sea pobre y vote por mí”. Tampoco consiste en persuadir a los pobres para que encumbren a un líder, mientras se mantienen intactas las condiciones de producción que los empobrecen y el Estado renuncia a garantizar sus derechos, para repartirles tantito dinero. Ese alegato no es socialista, ni es marxista, ni es igualitario, ni tampoco es de izquierda. Decir que los pobres son buenos porque son pobres es un argumento de raíz religiosa: opio para dormirlos, no para redimirlos.

Para el régimen que nos gobierna, los pobres carecen de identidad propia. Ese pueblo pauperizado no está formado por individuos con aspiraciones legítimas y deseos propios, capacidades y vidas singulares. En esa definición genérica no hay personas de carne y hueso sino una masa homogénea que piensa lo mismo, busca lo mismo, aplaude lo mismo y se moviliza en el mismo sentido. Nadie es alguien con nombre y apellido y nadie disiente ni se aparta del sustantivo colectivo homogéneo: el pueblo bueno es siempre el mismo. No hay Pedro, María, Azucena o Javier: hay olas de seres humanos que se reúnen en un mitin, en una marcha, en una elección y piensan y actúan como si fueran un solo hombre: el hombre que los encarna y los representa.

Cuando alguna de esas unidades que solo cuentan en la aritmética del poder se singulariza, deja de ser pueblo. Si alguien logra ganar un poquito más y hacerse de una casita, de un coche, de electrodomésticos y vacaciones, se convierte en un aspirante a fifí (otro neologismo tautológico con el de aspiracionista). De aquí la relación entre economía y pensamiento: quien gana menos, piensa lo mismo; quien gana algo más, piensa distinto. En los extremos, quienes ganan más que el Presidente piensan cosas horribles; y quienes no ganan lo suficiente para vivir, piensan cosas muy buenas. Según este régimen, la diferencia de pensamiento y su bondad o maldad, está directamente relacionada con el ingreso de cada persona.

México se ha vuelto un poco más bueno, porque desde que comenzó este sexenio —según la OCDE, en su informe 2020— hay menos personas con ingresos medianos y también hay más pobres. La brecha de desigualdad no ha disminuido porque los pobres ganen más, sino porque los aspiracionistas ganan menos. Y los partidarios del régimen lo han celebrado con alegría: dicen que eso ha sucedido porque ahora sí se pagan impuestos y lo aplauden porque así —con menos fifís— habrá un pensamiento más homogéneo y menos desobediencia.

Otros países disminuyeron la desigualdad desde abajo: lograron disminuir la pobreza y aumentar el tamaño de las clases medias. Mal por ellos que se plagarán de individuos que reclamarán su identidad singular porque ganan un poco más. Aquí, en cambio, la tendencia es la opuesta: gracias a la generosidad de la filosofía del gobierno, de seguir así, seremos cada vez más pobres, pero más iguales y más buenos. El pueblo suplirá a los ciudadanos: esas malas personas que piensan en sí mismas.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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