El 12 de enero de 2006, Gerardo Tzompaxtle Tecpile, su hermano Jorge Marcial y Gustavo Robles López fueron detenidos arbitrariamente en Veracruz por integrantes de la entonces Policía Federal. Después, fueron arraigados durante 90 días por orden de un juez. No sabían de qué los acusaban, ni conocían las razones por las cuales los privaron de su libertad. En realidad, los arraigaron para poder investigar un posible delito de delincuencia organizada, pero nunca se enteraron de las razones por las que se les había detenido. Durante los tres meses de arraigo fueron amenazados y además fueron testigos de cómo a otras personas detenidas se les torturaba.
El arraigo consiste en privar de la libertad a las personas para investigarlas por delitos de delincuencia organizada y después presentar una acusación formal en su contra. Esto en México tiene una cronología inversa: primero detienen a las personas sospechosas de cometer un delito, luego las investigan y al final las acusan. La realidad tendría que garantizar derechos de acuerdo con los estándares internacionales que establecen primero investigar a la persona, luego acusarla, y por último detenerla.
Como si no fuera suficiente la violación de derechos que se comete con la inversión del proceso, en la práctica se recurre a sitios informales y que resultan más similares a los que se ocupan para la comisión de delitos que para la procuración de justicia. El arraigo no se lleva a cabo en una prisión o reclusorio de los que solemos conocer. En varios casos, las personas arraigadas fueron llevadas al antiguo hotel Central Park en la colonia Doctores; lugar habilitado entonces por la PGR. Se sabe que otros arraigados también eran llevados a casas decomisadas al crimen organizado y que luego se transforman en casas de seguridad, como si fuera un secuestro institucional.
Los hermanos Tzompaxtle y Robles López sufrieron las arbitrariedades del arraigo. Apenas el pasado viernes 27 de enero de este año la Corte Interamericana de Derechos Humanos concluyó que el Estado mexicano violó los derechos humanos de Gerardo, Jorge Marcial y Gustavo al someterlos a la figura de arraigo. También determinó que el arraigo en sí mismo –regulado en el artículo 16 de la Constitución que se sigue aplicando al día de hoy– es violatorio de derechos humanos.
Por ello, la Corte Interamericana ordenó como medida de reparación al Estado mexicano “dejar sin efecto, en su ordenamiento jurídico, la normatividad relacionada con el arraigo”. Esto significa que México tendrá que modificar el artículo 16 de la Constitución y desterrar la figura de nuestras leyes. Lo anterior genera varias interrogantes respecto de cómo es que las autoridades mexicanas se comportarán frente a la fuerte condena en su contra.
Por un lado, está la Suprema Corte de Justicia de la Nación, que presume que protege ampliamente los derechos a la presunción de inocencia y debido proceso –como en el caso de Florence Cassez. Pero como hemos podido observar, en el caso del arraigo, la Suprema Corte ha sido una institución cómplice que silenciosamente ha legitimado al arraigo con sus peores prácticas. Si se asume como una verdadera institución protectora de los derechos humanos, tendrá que ordenar la eliminación del arraigo de la Constitución lo antes posible.
Por otro lado, está el presidente de la República y el Congreso de la Unión. Si se consideran realmente defensores del pueblo recibirán con respeto la sentencia e impulsarán los cambios legislativos que sean necesarios para eliminar dicha figura. No importa que estas violaciones se hayan cometido en el gobierno de Fox. Si el gobierno actual es diferente, acatará la sentencia.
Por cierto, esta sentencia solo es la antesala de la inminente responsabilidad internacional de México en el caso de Daniel García, en el que la Corte Interamericana ordenará reformar el artículo 19 para eliminar la prisión preventiva oficiosa.