El presente siempre someterá a juicio histórico al pasado. Es algo inevitable y en ese juicio sin fin, son múltiples los acusadores y los defensores. Ambos suelen tener discusiones internas vehementes, pero son aún más apasionadas sus confrontaciones. El veredicto lo da la sociedad, aunque nunca es unánime ni menos definitivo. En cada época, cultura, país, región, clase social y corriente política se juzgará lo que pasó según los valores, intereses, ideología y datos a disposición de quienes formulan o valoran las visiones disponibles del pasado.

Las consideraciones anteriores vienen al caso por lo que ha estado ocurriendo en relación a ese 12 de octubre de hace 529 años cuando Cristóbal Colón y un puñado de europeos financiados por la Corona Española en su búsqueda de una nueva ruta al “país de las especies” que tanto demandaba el mercado europeo se toparon con lo inesperado: un cuarto continente (hasta ese momento se suponía que eran únicamente tres, como correspondía a la trinidad del mundo cristiano).

A diferencia de lo que había ocurrido en los prolongados procesos sociales y culturales en Asia, África y Europa, las sociedades originales de América desarrollaron variantes de una civilización enteramente original sin influencias extracontinentales pero que por razones que sería largo enumerar y analizar, las hizo muy vulnerables frente al violento empuje de estados nacionales europeos en formación. La naturaleza de la conquista y colonización de América produjo un choque gigantesco y brutal de culturas. Ese choque y sus consecuencias siguen sometiéndose al juicio del presente.

Una de esas consecuencias, formulada entre otros por el profesor John Tutino, fue el surgimiento de un “capitalismo de la plata” en la zona de los Andes y en México. Sus efectos fueron mundiales, pero al final dejaron a las sociedades productoras del metal como mera periferia de un capitalismo global que ellas contribuyeron a construir, (ver de Tutino: Making a new world [2011] y Mexico City, 1808, [2018]).

Una peculiaridad de algunos de los juicios sobre la forma y las consecuencias de largo plazo de la dominación europea de América son las peticiones de perdón formuladas en tiempos recientes desde gobiernos nacionales a las comunidades originales sobrevivientes a los procesos de colonización. Y es que, por siglos se les sometió para que sus tierras y trabajo sirvieran a los intereses de sus conquistadores, sus descendientes y sus gobiernos. En el caso mexicano, Andrés Manuel López Obrador y a nombre del Estado que él preside ha pedido perdón a los descendientes de dos grupos a quienes ese Estado mexicano hizo la guerra de manera injusta y brutal en los siglos XIX e incluso inicio del XX: los mayas y los yaquis.

La demanda de perdón formulada por el Presidente puede calificarse, como ya lo han hecho algunos, como un sinsentido pues quienes podían perdonar ya no existen. Sin embargo, y bien entendido, a los perdedores del pasado se les pide perdón desde, para y por los perdedores del presente. Y éstos no son sólo los descendientes de mayas y yaquis sino todos los que sus condiciones actuales de pobreza, marginación y explotación tienen alguna raíz en ese pasado de conquista y hoy sometido a juicio y no sólo en México sino en Estados Unidos y otros países.

En suma, se trata de reconocer simbólicamente algunas de las causas históricas que han llevado a que el México actual se mantenga socialmente tan dividido y confrontado. Finalmente, ese reconocimiento debería implicar una voluntad de asumir como tarea nacional la superación, con políticas redistributivas concretas, de injusticias y abusos que han persistido a lo largo de más de cinco siglos.

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