Una de las fuentes de la angustia que experimentamos los seres humanos es la incertidumbre. Y esa ha sido una de las características de la pandemia por Covid-19: una gran incertidumbre. Más preguntas que respuestas. Por si fuera poco, cada respuesta genera nuevas preguntas, y muchas respuestas que circulan con desenfreno son falsas. A la incertidumbre genuina se agrega la desinformación que unos generan, las fantasías que otros difunden, y la mala leche que nunca falta. Menudo galimatías.
Abundan las opiniones que no son respetables por ser totalmente falsas. Yo solía decir que todas las opiniones eran respetables hasta que un día, hace ya varios años, en un conversatorio con Fernando Savater en Madrid, me espetó con su amigable contundencia: no rector, lo que son respetables son las personas, pero no necesariamente sus opiniones. Cuánta razón tenía el filósofo. Enmendé de inmediato y, desde entonces, no he vuelto a repetir la frase. Gracias maestro. Las opiniones que carecen de un sustento —sobre todo cuando se trata de asuntos que nos afectan a todos—, no son respetables.
Tomemos el caso de las vacunas contra el SARS-CoV-2 y sus variantes. Los expertos en el tema han proliferado con la misma rapidez con la que se expande el virus, y han logrado generar más incertidumbre y más confusión de la que ya había. Una respuesta frecuente ante esto es la ansiedad generalizada, la frustración, el enojo, el reclamo con violencia. Me pregunto ¿quién gana con todo ello? Salvo algunos memes (que rescato en aras de la salud mental pues reflejan ingenio y buen humor, y son también una medida de la subjetividad colectiva), predominan los temores, fundados e infundados.
Es cierto que los efectos de la pandemia son devastadores: casi 100 millones de personas infectadas, más de 2 millones de muertos, pérdida de 500 millones de empleos y daños ambientales que se estiman en más de 200 mil millones de dólares. La biodiversidad se colapsa mientras que la economía global sufre la mayor contracción de los últimos 90 años. Las necesidades de ayuda humanitaria se han disparado: la requieren con urgencia 235 millones de personas, esto es, 40% más que el año previo a la pandemia. Otros 270 millones de personas tienen hambre (Inseguridad Alimentaria Aguda, según el Programa Mundial de Alimentos), 70% de las cuales son, por cierto, mujeres y niñas. En Yemen hay millones de personas al borde de una hambruna. No en balde el secretario general de la ONU, Antonio Guterres, se refirió al 2020 como annus horribili.
Pero la realidad también es que la luz al final del túnel es cierta, a pesar de que no faltan quienes lo niegan o lo ignoran. Las vacunas ya aprobadas (vendrán más) empiezan a dar resultados. A nivel mundial, poco a poco, paulatinamente, las cifras de personas infectadas han empezado a descender, al menos en las últimas semanas. Aunque también es verdad que en muchos países el número de casos aún no disminuye. No hay que cantar victoria ni mucho menos bajar la guardia, pero lo alentador es que técnicamente la pandemia se puede controlar. Si se mantienen las medidas preventivas de salud pública (distancia física, cubrebocas, evitar ir a reuniones o a espacios públicos mal ventilados y lavado de manos varias veces al día) y se va acelerando gradualmente la vacunación, 2021 puede ser el año de la recuperación, el año de la esperanza.
Son opiniones no respetables aquellas que se han empeñado en desacreditar las vacunas, sin entender siquiera lo que significan las dos palabras clave de los estudios clínicos: seguridad y eficacia. Las vacunas no van a eliminar al virus, sino que van a prevenir, en mayor o menor grado, que las personas vacunadas se enfermen o mueran por el virus. Toda vez que, tal y como lo dijimos en este mismo espacio hace 10 meses (EL UNIVERSAL 13/04/2020), el virus llegó para quedarse. No sabemos a ciencia cierta si alguna de las variantes hasta ahora identificadas sea realmente refractaria a las vacunas disponibles. La eficacia puede variar, es probable, pero eso no significa que no funcionen. Los expertos lo saben, la OMS lo sabe, los gobiernos lo saben: mientras más rápido se avance en la vacunación, todos estaremos más seguros. Para avanzar en la vacunación, considerada como un bien público global por la ONU, se necesita que haya suficientes vacunas y los recursos necesarios para adquirirlas, distribuirlas y aplicarlas. Y es aquí donde caben las preguntas razonables al sentido común: ¿de veras hay quien piense que se pueden producir miles de millones de vacunas al mes con controles de calidad adecuados?
Al acelerador de vacunas de la OMS le hacen falta 27 mil millones de dólares para adquirir las vacunas necesarias que le permitan alcanzar su objetivo: cubrir este año al 20% de la población más pobre de 172 países, el nuestro entre ellos. A partir de este mes, a través del mecanismo COVAX, la Organización Panamericana de la Salud (que ha hecho un trabajo formidable con muy pocos recursos), empezará a distribuir 280 millones de vacunas en la región. México obviamente estará incluido. Ha sido uno de los promotores de esta iniciativa y de otras que apuntan en el mismo sentido: que nadie se quede sin vacuna. Tardará algún tiempo, pero llegaremos.
Ni la incertidumbre ni la ineludible espera significan necesariamente malas noticias. No tiene mucho sentido ver las cosas peor de lo que ya están. Las vacunas no son panacea, pero nos van a sacar adelante. Habrá quien se vacune y de todos modos se enferme (serán los menos), así como hay y habrá casos de personas que volverán a infectarse por segunda vez. Aunque estos casos también son pocos, está claro que la inmunidad adquirida, sea por vacuna o por infección previa, no necesariamente es total. Cuando estudiaba en la Facultad, una vez un maestro me dijo: en medicina no hay 100 por cientos. Tenía tanta razón.
Embajador de México ante la ONU