En su artículo 4° nuestra Constitución ordena al Estado cumplir con el principio del interés superior de la niñez, esto es, proteger su desarrollo integral y satisfacer las necesidades básicas de salud, alimentación, educación y esparcimiento de ese segmento fundamental de la población.
México ha suscrito y ratificado, además, nueve convenciones de la ONU sobre los derechos de los menores de edad, siete convenios más de la OEA y dos más de la OIT para eliminar el trabajo infantil.
Sobre esas bases, es también obligación del gobierno evaluar periódicamente las políticas públicas para atender a la infancia, algo que en este gobierno ha dejado de hacerse o ha caído, de plano, en la simulación.
¿Quién evalúa y mide en México 2021 la cruda realidad de la infancia en general, en un sistema de salud pública que ha dejado más expuestos y sin medicinas a menores enfermos de cáncer? ¿Quién se alarma desde el poder por cada vez más niños y adolescentes sicarios empuñando armas en las confrontaciones violentas entre grupos del narcotráfico o en los grupos de autodefensa?
Fotos y videos de jóvenes, casi niños, empuñando armas largas en poblaciones michoacanas, de Guerrero, Jalisco o Oaxaca forman este triste testimonio. Con la infancia robada por la violencia y al no ser imputables penalmente, los menores se vuelven operadores de quienes los utilizan impunemente.
Rebasa todo límite ético y moral el uso criminal de menores de edad pero esa realidad es también un desmentido frontal a cualquier política de abrazos no balazos hacia los adultos que los utilizan. Parece ingenuo insistir en los derechos humanos de niños, pero no cabe duda que deben respetarse y garantizarse, de acuerdo al artículo primero de la Constitución.
Sucesivos gobiernos establecieron en este siglo y el anterior políticas y acciones de atención y cuidado de la niñez y la adolescencia. Hubo acciones sistemáticas, sin distinción de partido gobernante, para impulsar los desayunos escolares, los programas masivos de vacunación y protección de la salud infantil, los hospitales pediátricos, la escolaridad, etc., ninguno era perfecto, pero eran fundamentales para impulsar la renovación del país.
Desde 2019 se cancelaron las estancias infantiles y las guarderías por la supuesta (y no demostrada) corrupción; en el extravío, el gobierno se comprometió incluso a apoyar a los abuelos como los encargados de cuidar niños, sin mínimo respeto al derecho al descanso jubilatorio o como si existieran abuelos en cada hogar familiar. Tampoco cumplió ese ofrecimiento. Parece que el objetivo oficial fue anular todas las acciones y programas “del pasado” para la niñez.
El Insabi reemplaza al Seguro Popular, pero no cubre los renglones más acuciantes de salud de la niñez. Marchas y bloqueos son la medida de la desesperación de los padres por la desatención y falta de respuesta gubernamental. La pobreza, paliada con magros apoyos “para el bienestar”, se extiende a más de 2 millones de hogares e incluye a más de 8 millones de menores que padecen algún grado de desnutrición.
Expuestos a tragedias evitables como el deslave en el Cerro del Chiquihuite, o al caso de 15 pacientes asfixiados en una clínica del IMSS en Hidalgo (por un corte de energía eléctrica que detuvo los respiradores mecánicos), sin Fonden ni estructura federal de protección civil, los menores llevan la peor parte del desinterés oficial que no tiene visos de descuido pasivo sino de decisión aceptada. Tanto que a los enfermos se les señala de ser un conglomerado manipulado y se les acosa al preguntarles “¿quiénes están detrás de quienes reclaman ser vacunados?”
Nuestro país llega al último tercio de 2021 y compromete miles de millones de pesos para nuevas consultas ciudadanas, pero no reacciona ante los niños con cáncer, héroes en el dolor, ni ante otras realidades que golpean a la infancia. ¿Acaso será porque los menores no votan?
Notario, exprocurador General de la República