Hace algunas semanas, fue detenido un hombre que durante años había sido denunciado por sus vecinos por maltratar animales: “Todas las mañanas se escuchaba la quemazón de los animalitos vivos en la azotea de la casa y durante el día, los aullidos de dolor”. Pero por más que insistían ante la autoridad, que llevaban fotos, videos y audios, ésta no hacía nada.
Hasta que se plantaron sobre la calzada de Tlalpan cerrándola a la circulación, y eso generó tal caos que consiguieron que detuvieran al delincuente.
Lo he dicho muchas veces: vivimos en un país en el que las autoridades no escuchan ni atienden a los ciudadanos. Y por eso no queda más remedio que actuar nosotros. El problema es que no tenemos otra manera de hacerlo que a la mala: afectar tanto a otros ciudadanos, como para que las autoridades se vean obligadas a hacer caso. Hace dos semanas hablé aquí del cierre de la carretera a Cuernavaca y hace dos días vimos el caos generado por el cierre del Periférico Norte por parte de una familia cuyo hijo fue asesinado y que exigía detener al asesino.
¿Por qué tenemos que llegar tan lejos para que nos hagan caso y para que la autoridad cumpla con su trabajo?
Porque lo que es hoy, nomás no lo hacen. Ni las denuncias ni las solicitudes sirven de nada. Entonces los ciudadanos se ven obligados a tomar cartas en los asuntos que les importan. Como la ONG que denunció el maltrato de esos pobres animales, o la que denunció la aparición del cadáver de un bebé en la basura en una cárcel en Puebla (y la primera reacción del gobernador fue decir que era falso y lo único que querían era afectarlo a él) y cuya investigación sacó a la luz la existencia de una trama corrupta para meter droga al penal, o como los familiares que encuentran ellos mismos a los asesinos de sus hijos.
Esa es la verdadera participación ciudadana, la que tiene que ver, según la definición clásica, “con grupos de la sociedad que se organizan para incidir en la esfera pública de acción”.
Pero en nuestro país, los políticos han desvirtuado su sentido hasta convertirla en algo muy elemental: que les demos nuestro voto cuando nos ofrecen el oro y el moro, y después, como dice el dicho, “calladitos nos vemos más bonitos”, y que no volvamos a aparecer hasta la siguiente elección.
El resto del tiempo, el Estado hace lo imposible por impedir la tan elogiada en el discurso participación ciudadana. Porque ni le interesa ni le conviene ese “empoderamiento” como se dice hoy, de los ciudadanos, para nada está entre sus planes que nos involucremos en los actos de gobierno ni que querámos transmitirle al poder nuestro parecer.
Entonces resulta que protestar por la inseguridad o contra los feminicidios, por la falta de medicinas en los hospitales públicos o por la inacción de la justicia, por las extorsiones o para proteger los cenotes y ríos subterráneos de Yucatán, no se considera participación ciudadana sino intento de golpe de estado y manejos turbios de la oposición.
Y sin embargo, todo esto es precisamente la participación ciudadana en su sentido más genuino: el de querer incidir en la esfera pública, presionando por leyes y acciones que atiendan y resuelvan los problemas.
No lo es en cambio una consulta como la de hoy, que solo tiene por objetivo legitimar al poder y apuntalar el clientelismo electorero. Ellos dicen que eso es democracia, pero nosotros sabemos que no.
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