Ruinas. Abandono. Ratas. Basura. Ambulantaje. Grafiti.

En una ciudad que lo tritura todo, qué tremenda experiencia es volver a los lugares donde uno ha vivido.

El 23 de septiembre de 1967, luego de una intensa campaña de prensa, fue inaugurado el cine Tlatelolco. Esa tarde se proyectó un drama negro sobre la invasión de los nazis a Rumania: “La Hora 25”, estelarizada por Anthony Quinn y Virna Lisi. Aquel cine era obra del arquitecto del que se dice que construyó “media Guadalajara”, Julio de la Peña, autor de la Glorieta de la Minerva, el Paseo Chapultepec, la Plaza Juárez, el Condominio Guadalajara, la Plaza de la República, el Auditorio del Estado…

La sala fue anunciada como la más moderna y confortable de la capital. Tenía aire acondicionado, alfombras Luxor, equipo contra incendio y planta de luz propia. La abrieron tres años después de la inauguración del Conjunto Urbano Tlatelolco. En ese tiempo, muchos de los departamentos de sus 102 edificios aún no habían sido vendidos y estaban vacíos. En otros, la gente veía en televisores Philco “La chica de Cipol”, el “Diario Nescafé”, “Mi marciano favorito”, “Bat Masterson”, “La hora de Paco Malgesto” o el “Club Quintito”.

Tlatelolco era el epítome de la modernidad, “la utopía del México sin vecindades”. Acababan de ampliar Reforma hacia el norte para que el conjunto estuviera conectado por una vialidad de lujo con el centro. Mario Pani había aniquilado sin compasión alguna los vestigios arqueológicos de la ciudad prehispánica original para construir casi 12 mil departamentos.

Había de todo. Jardines de niños, guardería, primarias, secundarias, albercas, gimnasios, clubes sociales, clínicas, teatros, bibliotecas, más de 600 locales comerciales en los que funcionaban papelerías, lavanderías, bancos, agencias de viaje, consultorios médicos, panaderías, cerrajerías, torterías y taquerías (Mishell Altamirano tiene un libro extraordinario sobre la historia del conjunto: “Tlatelolco. Una ciudad dentro de la ciudad”).

El cine Tlatelolco era el corazón de la pequeña Plaza La Fabre, donde había zapaterías, tiendas de ropa, de soya y otros productos naturistas que por aquellos años comenzaban a causar furor.

La tarde del 2 de octubre de 1968, Bernardo Ortigosa se hallaba trabajando ahí como empleado de puerta (como le llamaban al encargado de recoger los boletos en la entrada). Vio de pronto a la gente en estampida y la avenida Manuel González se volvió un caos. Le ordenaron bajar las cortinas. Bernardo entendió lo que estaba ocurriendo y tomó la decisión de abrir las puertas de emergencia para que los que huían pudieran esconderse. El cine Tlatelolco y él fueron dos de los héroes olvidados del 2 de Octubre.

En el cine se proyectaron grandes clásicos. “El Graduado” y “El Padrino”. Fui testigo del estreno de “Tiburón”. A un lado de la sala había un local al que llegaron algunos de los primeros videojuegos que hubo en la ciudad: se llamaba “Chispas” —pero todos lo conocíamos como “las maquinitas”.

Llegamos a vivir al edificio Riva Palacio a mediados de los años 70. Tlatelolco estaba lleno de niños. Había niños en todos los edificios. El ídolo del momento era Johann Cruyff, la superestrella de la Naranja Mecánica. En las áreas verdes se organizaban “retadoras” de miedo: en vacaciones se jugaba desde la mañana hasta que tu madre iba a buscarte a la hora de la cena.

Oíamos discos de vinil o de acetato. 10cc, Chicago y Barry White causaban furor. Era la época de Radio Hits, Radio Éxitos, Radio Capital (“la discoteca de la gente joven”) y Radio 590, La Pantera.

Los adultos escuchaban 620, “la música que llegó para quedarse”, y música clásica en XELA.

No había para Levi’s, pero usábamos pantalones Topeka. No había dinero para Converse, pero nos compraban Superfaros. Mauricio Garcés anunciaba en la tele las camisas Manchester. Uno podía marcar el 03 para oír la hora. En la XEQK daban todo el día la hora del Observatorio, “misma de Haste, un nuevo concepto del tiempo”. Antes había un minuto de anuncios: “Para muebles ni hablar, solo Baltasar, la esquina que domina, Aldama y Mina, Buenavista. ¿Usa anteojos?, cambie a lentes de contacto flexibles o hidrofílicos, Optic, Juárez 127, junto a Lotería. Chocolates Turín, ricos de principio a fin…”.

Muy cerca estaban la Carpa México, en donde Palillo se lanzaba contra los inverecundos, “pulpos chupeteadores del presupuesto nacional”, y también el Salón Los Ángeles, y los cines Soto y Briseño, a donde llegó una película ante la que —según decían— la gente se salía o se desmayaba: “El Exorcista”.

Banco del Atlántico, Banca Cremi, el Banco Mercantil. Balero, carreteritas, canicas, bote pateado, coladeritas, cinturón escondido, fletadas, burro castigado. Las misceláneas de antes del Oxxo. Cigarros Raleigh, Comander, Fiesta, Del Prado y Lark.

Si hubiera sabido que Leticia Perdigón era mi vecina habría montado guardia permanente frente a su edificio. Johnny Laboriel salía en pants todas las mañanas. Verónica Castro, Los Pasteles Verdes y Lyn May vivieron ahí.

Regresé al caer la noche. Me dolió ver el estado siniestro en que se encuentra el cine Tlatelolco. Me dolieron su abandono y sus ruinas.

Pasé junto al puente de piedra en donde nos dejábamos ir montados en nuestras Avalanchas y en donde se rompieron tantos brazos, tantas piernas, tantas costillas.

Me detuve al fin bajo el que fue nuestro departamento. Ya no vive nadie ahí, pero en una de las ventanas había un número telefónico: un pequeño letrero anunciaba su venta.

Marqué. Cómo será volver al sitio al que fuimos a vivir hace tantos años y en el que sucedieron cosas que no voy a contar. Recordé una canción de Rita Coolidge y las pecas que tenía en la nariz la joven exiliada chilena que me enseñó el mundo.

Marqué, marqué, marqué. Nadie contestó. Nadie ha contestado.

Había avanzado la noche cuando me fui con un hoyo negro en el pecho. Caminé, como un fantasma, bajo edificios que desde hace mucho se volvieron otros.

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