Su nombre: Lord Carnavon. Heredero de una gran fortuna, poseedor de la licencia automovilística número tres, sufre a principios de siglo una volcadura que le deja lesiones internas severas. Durante el resto de su vida, lord Carnavon tendrá dificultad para respirar.
En 1903 decide pasar el invierno fuera de Londres. Elige un lugar enigmático: Egipto. Ese año, el estadounidense Theodore Davis, con licencia del gobierno egipcio, excava en el Valle de los Reyes e inicia el descubrimiento de lo que, entonces se cree, son los últimos grandes sepulcros de los faraones.
Lord Carnavon se maravilla con los descubrimientos de Theodore Davis. En 1906 decide invertir su cuantiosa fortuna patrocinando una excavación propia. Pregunta por un arqueólogo de confianza. Gastón Maspero, investigador del Museo de El Cairo, le entrega un nombre: Howard Carter. Carter es un arqueólogo de poco más de 30 años, famoso por su audacia y por su rigor, que comenzó como dibujante de las piezas arqueológicas halladas por Davis.
Cuentan que Carter sabía que quienes decían que en el Valle de los Reyes no había nada que encontrar —tres mil años de saqueos— estaban equivocados.
Carter y Carnavon comenzaron a excavar de manera sistemática a partir de 1917. Durante cinco temporadas no hallaron realmente nada significativo. Pero en noviembre de 1922, Carter observó de pronto lo que había tenido enfrente todo el tiempo: un grupo de casuchas hechas con antiguos pedernales, en las que iban a dormir los obreros de la excavación.
Tomó la decisión de demolerlas. El 5 de noviembre de ese año —este sábado se cumplió un siglo— encontró un escalón. Solo eso. Una grada de piedra. Se trataba de una señal inequívoca. Durante tres milenios, los habitantes de aquellas casuchas habían protegido sin saberlo lo que iba a convertirse en el hallazgo mayor de la arqueología.
Salieron más peldaños. Un total de 16. Conducían hacia una puerta cuyos sellos tenían la figura del chacal… y también el nombre de Tutankamón.
Detrás de aquella puerta había una galería llena de escombros que tomó varios días quitar. Y más allá, una segunda puerta.
Carter hizo un agujero con una barreta. Emociona pensar en eso. Luego, cuenta él mismo, temblando por la expectación, aproximó la luz de una linterna eléctrica. Detrás de él se hallaban Carnavon, la hija de este, y el asistente de Carter: Arthur Callender. Salvo Carter, que murió en 1939, todos los participantes en aquella excavación (más de 20) morirían trágicamente en los años siguientes, creando en la prensa y en el cine la atractiva leyenda de una supuesta maldición.
—¿Ve usted algo? —le preguntaron a Carter.
Con una voz que era apenas un susurro, con una voz que no era una voz sino un débil soplido, Carter respondió:
—Sí, algo maravilloso.
Acababan de encontrar la tumba más rica de los faraones: cientos de objetos con más de tres mil años de antigüedad: armas, vestidos, un trono e incluso el ramo de flores que alguien había dejado en señal de despedida.
Ahí estaba también el catafalco de oro donde se hallaba la momia de un gobernante que murió a los 18 años de edad, y que fue sepultado con suntuosidad insólita.
La momia de Tutankamón era la única que en 30 siglos se hallaba intacta. La cubría tal cantidad de joyas que los arqueólogos pensaron que estaban ante la mítica lámpara de Aladino.
El mundo entero se sacudió. Los periódicos de todos los países registraron el hallazgo en sus primeras planas y enviaron reporteros a cubrir la historia de la momia más célebre del planeta.
Carnavon murió al año siguiente debido a la picadura de un insecto y la maldición de la momia comenzó también a recorrer los periódicos de hace un siglo.
Qué lejano está todo.
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