Ochenta meses después, acompañados por organizaciones sociales y protegidos por fuerzas federales, los padres de los 43 normalistas desaparecidos el 26 de septiembre de 2014 recorrieron las calles de Iguala. Las mismas en que sus hijos fueron perseguidos y atacados.

Tocaban puertas. Repartían volantes. Preguntaban a los vecinos si aquella noche habían visto algo.

El abogado de los padres, Vidulfo Rosales, ofrecía una recompensa, que supuestamente entregaría el gobierno a quienes recordaran algo que ayudara a llevar adelante la investigación.

“Todos dicen que no saben nada…”.

De acuerdo con Rosales, en todos esos meses la información con que se cuenta “es la misma”: “Solo la declaración del testigo (protegido) ‘Juan’ es la nueva información y sobre esa se realiza esta búsqueda” dijo.

Lo que se tiene, en efecto, es una recompensa, un ofrecimiento de anonimato, y las extrañas declaraciones del testigo “Juan”, que antes había colaborado en la construcción de la llamada “verdad histórica” bajo su nombre verdadero: Gildardo López Astudillo, El Cabo Gil, jefe de sicarios y “capitán de capitanes” de los Guerreros Unidos en la región.

Hace unos días, el propio Vidulfo Rosales dio a conocer que el expolicía ministerial Humberto Velázquez Delgado, alias El Guacho, vinculado a la célula de Guerreros Unidos —que dirigían los hermanos Benítez Palacios (conocidos como Los Peques o Los Tilos)—  fue ejecutado en un negocio en el que vendía uniformes policiacos y militares.

Según el abogado de los padres, El Guacho era investigado por los encargados del caso Iguala y la fiscalía “perfilaba acusaciones penales contra él”.

Con su ejecución, se habrían cortado, dijo Vidulfo, “hilos conductores para llegar al conocimiento de los hechos”.

La noche del lunes fue asesinado en Cuernavaca otro miembro de la organización: Moisés Brito, El Bandam, lugarteniente de Juan Flores, La Beba, involucrados también en los hechos de esa noche.

Por otra parte, la epidemia de Covid se ha llevado para siempre testimonios que hubieran sido cruciales. El líder de Guerreros Unidos, Mario Salgado Casarrubias, El Sapo Guapo, falleció en el Hospital Militar de la Ciudad de México justo cuando negociaba con el gobierno mexicano la entrega de información a cambio de beneficios.

El Covid cobró también la vida del general en retiro Marcos Esteban Juárez Escalera, identificado como El Caminante: un personaje que la noche de la desaparición de los alumnos intercambió llamadas telefónicas con varios de los agentes de Iguala, Huitzuco y Cocula involucrados en los hechos y, según la CNDH, funcionó como enlace entre la policía del estado y los Guerreros Unidos.

A causa de la pandemia pereció también el entonces director de la normal rural de Ayotzinapa, José Luis Hernández Rivera: partió sin revelar por qué fueron enviados los estudiantes a Iguala y sin rendir cuentas sobre la evidente infiltración del grupo criminal Los Rojos en la escuela normal.

A casi siete años de aquella noche, los padres recorren las calles de Iguala buscando información sobre sus hijos. Solo tienen un relato “de oídas”, cargado de inconsistencias y contradicciones, que “Juan” le ha vendido a la Fiscalía General de la República, y en el que —mágicamente, milagrosamente— no aparece ya el jefe de sicarios Gildardo López Astudillo, alias El Gil o El Cabo Gil.

La intervención de los chats de los Guerreros Unidos por parte de la DEA muestra plenamente el intercambio de órdenes e información que El Gil y otros líderes del grupo sostuvieron en el transcurso de aquella noche.

Según la “nueva verdad” que López Astudillo relató en su más reciente audiencia judicial, rendida el 20 de mayo pasado y dada a conocer en Milenio por Alejandro Domínguez, un personaje que nunca apareció en ninguna de las investigaciones, ni en ninguno de los expedientes elaborados por las instancias nacionales e internacionales que han intervenido en el caso, dio la orden al Ejército, la Policía Federal, la policía estatal y las policías municipales de que mataran “a todos” los alumnos “para no dejar cabos sueltos”.

Se trata de Jesús Pérez Lagunas, El Güero Mugres, quien de acuerdo con “Juan” tenía en la nómina a jefes y comandantes de todas esas corporaciones, así como a ministerios públicos, “quienes le rendían cuentas”.

Relata “Juan” que a los alumnos se los llevaron ya muertos, luego de ser detenidos por fuerzas del orden y sicarios de Guerreros Unidos, a fin de desaparecerlos mediante el uso de ácidos y químicos, y que los restos de algunos de ellos fueron desaparecidos en crematorios.

Como no alcanzaron a disolver todos los cuerpos, fueron a esparcir lo que quedaba en zonas cercanas, entre ellas, una mina abandonada en Taxco… También recolectaron otros restos y los fueron a tirar por el rumbo del basurero de Cocula.

Todo esto lo supo “Juan” porque se lo dijeron en un salón de fiestas y en una pozolería, y porque lo vio en un mensaje de BlackBerry.

Todo contradice no solo cientos de testimonios: también evidencias técnicas y científicas que, entre otras cosas, están, para quien quiera verlas, en la recomendación emitida en 2018 por la CNDH.

Debido a una venganza personal, El Gil mandó matar desde la cárcel al Güero Mugres. Según un reporte que ya he comentado en este espacio, elaborado por la PGR, sus enviados, sin embargo, no dieron con él.

En marzo de 2018 un comando sí lo encontró y lo ejecutó en Tonatico, Estado de México. Otro hilo conductor que se corta para dejar solamente un testimonio a todas luces torcido, interesado, mendaz: el del nuevo testigo estrella de la fiscalía.

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