A principios de 2011 fui a la cárcel de Tepepan a entrevistar a Florence Cassez, acusada de secuestro y quien acababa a ser condenada a una pena de 60 años. 

Había leído el abultado expediente de su caso y llevaba en la cabeza toda una batería de dudas, preguntas, resquemores. Su abogado, Agustín Acosta, le había dicho que yo albergaba serias dudas sobre su inocencia. 

Hablamos durante un par de horas. Me pareció fría, un poco calculadora, y mentalmente rápida. Sin embargo, tenía un lado encantador. Aunque me pareció que hablaba con sinceridad, no pude dejar de sentir que había algo en ella a lo que no había forma de llegar. Algo que permanentemente quedaba en la sombra. 

Me dijo que no podría meter las manos al fuego por Israel Vallarta, su expareja sentimental, acusado también de secuestro y detenido al lado de ella a las afueras del rancho Las Chinitas. Me dijo que había algo en Vallarta que ella no había llegado a conocer jamás. Tenía la sensación de que él le había ocultado algo. 

Cassez admitió que tenía miedo de que mi lectura del caso también fuera a condenarla, como tantas otras notas de prensa publicadas en esos días. Le aseguré que solo iba a publicar lo que encontrara, sin poner un adjetivo más. 

El abogado de Cassez había llegado a la revista Nexos, en la que yo trabajaba, con una teoría que me pareció escandalosa: lo que las víctimas habían declarado en contra de la ciudadana francesa era absolutamente falso: sus dichos cambiaban una y otra vez, formando un retorcido laberinto de contradicciones. 
Yo había seguido en los medios el escabroso asunto de la banda del Zodíaco, que Cassez y Vallarta presuntamente encabezaban. Que Acosta quisiera convertir en verdugos a las víctimas que todos habíamos visto en televisión, me indignó. Discutimos frente a un pensativo Héctor Aguilar Camín. Al final, quedamos de echarle una mirada al expediente. 

Acosta ofreció seleccionarnos las partes más significativas de lo que para entonces se acumulaba ya en unos once tomos. Rechazamos la oferta y buscamos una cita con Genaro García Luna, a quien ninguno de nosotros conocía. Era un personaje de aire oscuro: inexpresivo, desviaba la mirada y tenía cierta dificultad para articular una sola frase completa. 

Luego de una larga conversación, accedió a entregarnos una copia de las partes del expediente que, según él probaban la culpabilidad de Cassez. Siempre he creído que no supo lo que nos entregó. Eran las pruebas de un caso que había sido fabricado de principio a fin. 

Pasé los dos o tres meses siguientes entre una montaña de papeles que eran como un bosque de sombras, el retrato monstruoso y descarnado del sistema judicial mexicano. 

Había historias que parecían no tener relación unas con otras. Los testigos decían cosas distintas cada vez. Las horas y las fechas en las que supuestamente habían ocurrido las cosas, cambiaban de una página a otra. 

Quien declaraba no haber visto nunca a sus secuestradores, doscientas páginas más adelante recordaba haber visto al jefe de estos reflejado en un espejo. Quien afirmaba no haber escuchado nunca la voz de sus verdugos, recordaba de pronto que uno de ellos era mujer y tenía acento extranjero. 
Nada cuadraba. Lo que parecía ser verdad se derrumbaba en un enredijo de mentiras y contradicciones. Creo que las líneas de presentación del reportaje que a mediados de ese año se publicó en Nexos lo explican muy bien: 

“No podemos saber por vía de los expedientes judiciales que la acusan si Florence Cassez es culpable o inocente, si los secuestrados fueron efectivamente secuestrados y si dicen la verdad en su primera, en su segunda o en su tercera declaración; no podemos saber siquiera si existió la organización delictiva sobre la que está construido el caso, aunque es claro que una parte de esa banda se encuentra libre, que hubo víctimas, que hubo verdugos y que en muchos momentos los verdugos fueron los investigadores del caso, que operan en la opacidad, torturan, inducen declaraciones, alteran los hechos del momento y montan espectáculos para los medios. Lo que sigue no es el relato de un secuestro y su investigación, sino el relato de una investigación que no conduce a la verdad del caso sino a la evidencia de su manipulación”. 

Cuando esto se publicó con el título de “La verdad secuestrada”, se armó un escándalo mayúsculo. Llegaron cientos de mensajes iracundos a la redacción de Nexos y el linchamiento –nuestro deporte favorito– duró varias semanas. 

El reportaje hizo, sin embargo, que mucha gente mirara con otros ojos el caso de Florence Cassez. En “Una novela criminal”, Jorge Volpi escribe que el reportaje abrió “la primera grieta profunda en la monolítica verdad oficial” fabricada por Genaro García Luna. 

Me da gusto que haya sido de ese modo. Sé que a Cassez el reportaje no le gustó. Y la única vez que volví a ver a Genaro García Luna, me fulminó con la mirada y abandonó el lugar en el que se encontraba. 

Once años después, seguimos sin tener certezas de lo que ocurrió: todo sigue sumergido en el bosque de mentiras y de sombras.

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