El primer libro impreso llegó a las costas de Yucatán gracias a un naufragio. Faltaban diez años para la caída de Tenochtitlan y ocho para que Hernán Cortés pisara por primera vez las costas de Veracruz.

Se cree que se trataba de un incunable: un libro impreso antes del año 1500; probablemente, el llamado Libro de las Horas de Nuestra Señora.

Formaba parte de las pocas pertenencias que llevaba encima el fraile Jerónimo de Aguilar. En 1511, él y otros 19 pasajeros que habían naufragado en aguas del Caribe lograron subir a un batel que los arrastró hasta playas de Yucatán. Así comenzó una de las historias más fascinantes y polémicas del tiempo de la Conquista.

En la Crónica de la Nueva España, escrita muchos años después, se lee que en cuanto los náufragos pisaron tierra fueron vistos por unos indios y sobrevino una batalla. Algunos de los náufragos murieron en la playa. Otros fueron apresados y sacrificados, entre ellos el capitán Juan de Valdivia. Fray Diego de Landa cuenta que “un mal cacique… hizo banquetes (con la carne) de ellos”.

Quedaron con vida solo tres de los tripulantes. El marinero Gonzalo Guerrero (algunos cronistas lo llaman Morales, Fulano de Morales o Gonzalo de Aroca), el propio fray Jerónimo de Aguilar, y un soldado al que un mazazo en la cabeza hizo perder el juicio, y al que los habitantes de la costa le perdonaron la vida: “Holgábanse con él, porque era gracioso y sin perjuicio”, escribió Francisco Cervantes de Salazar.

Ocho años más tarde, según narra el cronista Fernández de Oviedo, Cortés le oyó decir a unos indios que tierra adentro había “otros christianos” que “se avían perdido con una carabela en aquella costa”. Diego López de Cogolludo aclara por su parte que a Cortés le informaron que “había hombres semejantes a los españoles con barbas, y que no eran deste reino (sic)”. Bernal Díaz del Castillo agrega que el capitán envió entonces a unos mensajeros con una carta, y con el rescate que debían ofrecer a los caciques que retenían a los españoles, unas misteriosas cuentas verdes.

Aquella carta fue, en rigor, la primera que se escribió en estas tierras: “He sabido que estáis en poder de un cacique, detenidos. Yo os pido por merced, que luego os vengáis aquí a Cuzmil (Cozumel), que para ello envío un navío con soldados, si los hubiéredes menester…”.

Jerónimo de Aguilar y Gonzalo Guerrero iban a ser también sacrificados, los habían incluso puesto en engorda, pero “quebrantaron la prisión” y huyeron por los montes. Llegaron a los dominios de un cacique “enemigo del primero y más piadoso”. Les concedió la vida, “a trueque de la gran servidumbre en que los puso”.

Aguilar permaneció a su lado, según algunas fuentes, sobajado constantemente por la gente del pueblo. Él relató más tarde que, en vista de su castidad, sus verdugos habían terminado viéndolo con simpatía.

A Gonzalo Guerrero lo enviaron a Chetumal bajo el servicio de “un señor llamado Nachancan, el cual le dio a su cargo las cosas de la guerra en que estuvo muy bien, venciendo muchas veces a los enemigos de su señor”, relata el padre Landa.

Fray Jerónimo debió saltar de gusto al recibir la carta de Cortés. Tras pagar, tal vez, su rescate, salió en busca de Gonzalo Guerrero. La respuesta que le dio este ha sido citada un millón de veces, calcada de la crónica de Bernal: “Yo soy casado y tengo tres hijos. Tiénenme por cacique y capitán, cuando hay guerras; la cara tengo labrada, y horadadas las orejas, ¿qué dirán de mí esos españoles, si me ven ir de este modo? Idos vos con Dios, que ya veis que esos mis hijitos son bonitos, y dadme por vida vuestra de esas cuentas verdes que traéis, para darles, y diré que mis hermanos me las envían de mi tierra”.

La respuesta fue mal vista por los españoles. Tacharon a Guerrero de “traydor y renegado”, le llamaron “mal aventurado”, lo acusaron de haber sido “criado entre baxa e vil gente”.

Es muy probable que el “capitán cuando hay guerra”, que “enseñó a los indios a pelear mostrándoles [cómo] hacer fuertes y bastiones”, y a quien “casaron con una muy principal mujer en que hubo hijos”, haya muerto en 1536, luchando precisamente contra los españoles.

Eso sugiere una carta firmada ese año por el contador Andrés de Cereceda, quien informó a la Corona que “con un tiro de arcabuz había muerto un cristiano español [que] se llamaba Gonzalo Aroca, que es el que andaba entre los indios en la Provincia de Yucatán veinte años ha y más (…) y vino a ayudar a los de acá con una flota de cincuenta canoas y a matar a los que aquí estábamos… y andaba este español que fue muerto desnudo y labrado del cuerpo y en hábito de indio”.

La tarde que el otro náufrago, Jerónimo de Aguilar, fue a reunirse con los españoles, Andrés de Tapia y sus hombre echaron mano a las espadas. Cuenta Bernal que lo confundieron con un indio esclavo. “Traía un remo al hombre, una ruin manta, sus partes verendas cubiertas con paño a modo de braguero (…) y en la manta un bulto, que después se vio que eran unas horas muy viejas”.

Esas “horas muy viejas” eran el primer libro que llegó —voy a decirlo así—  a México.
Libros de horas se llamaba desde la Edad Media al conjunto de oraciones, salmos, himnos y antífonas que los fieles debían rezar o entonar a lo largo de las ocho horas canónicas en que se hallaba dividido el día (maitines, laudes, prima, tercia, sexta, nona, vísperas y completas).

Lo primero que fray Jerónimo preguntó a los soldados fue si aquel día era miércoles: había rezado diariamente con su Libro de Horas y quería saber si ocho años más tarde había conservado con exactitud la cuenta de los días. Cortés se quitó “una ropa larga y amarilla, con guarniciones carmesí” y lo vistió con sus propias  manos.

De Aguilar fue el intérprete de Cortés entre los mayas de Tabasco hasta que, luego de la batalla de Centla, llevada a cabo en marzo de 1519, los caciques entregaron al capitán, para sellar la paz, mantas de algodón, piezas de oro y veinte jóvenes indias entre las que se hallaba la Malinche —que hablaba maya y náhuatl, y pronto aprendió el castellano.

De Aguilar luchó como soldado en la Conquista, fue nombrado regidor de la ciudad, recibió un solar donde edificó su casa y se benefició con varias encomiendas de indios. Luego, por “dos mil pesos y 800 puercos” se volvió enemigo de Cortés y lo acusó de haberse “echado carnalmente” con la Malinche, con su sobrina Catalina, con muchas hijas de señores indígenas, con dos hijas de Moctezuma, con una mujer de Castilla y con la hija de esta misma señora… Lo acusó de haber matado a su mujer, de envenenar a Luis Ponce de León, de no haber construido iglesia dentro de su casa, y de fingir en público que era temeroso de Dios.

Murió en 1531, diez años después de la caída de Tenochtitlan, a consecuencia del mal de bubas: la sífilis. Tenía apenas 42 años y en realidad no era, no había sido tan casto.

El libro que él salvó del naufragio acaso lo salvó de la soledad, del sufrimiento, del hastío, de la locura. Tal vez todos hemos tenido un libro así.

Me atrevo a creer que fray Jerónimo lo conservó hasta su muerte como un recuerdo del objeto que lo rescató en los siniestros días de su cautiverio.

Después de 1531, aquel desgastado incunable habrá comenzado a rodar hasta perderse en ese vacío que hemos dado en llamar “la noche del tiempo”.



@hdemauleon
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