“¡El Estado es muerte!”, nos gritaban. Comenzaron a lanzarnos petardos que estallaban a pocos centímetros de nuestros pies. “¡Fuera! ¡Fuera! ¡La plaza es nuestra!”.

Habíamos llegado al Centro Histórico de la ciudad de Toluca para grabar el programa que conduzco con Veka Duncan en ADN40. Caminábamos por la Plaza de los Mártires, narrando la ejecución, ordenada en 1811 por el oficial realista Rosendo Porlier, de 99 indígenas que militaban en el ejército insurgente. Sonaban las campanas de la Catedral.

Nos ordenaron de pronto por un altavoz que la cámara apuntara hacia otro lado, que no podíamos grabar sin autorización del colectivo feminista que desde hace varias semanas instaló un plantón frente a la Legislatura del Edomex.

Un compañero de la producción se acercó a decirles a las integrantes del plantón que no pretendíamos grabarlas, que la razón de nuestra presencia no era ellas, sino la historia de la ciudad –expresada en la Catedral y otros edificios.

“¡No hablamos con hombres!”, rugió una de las feministas desde el altavoz. Se acercó entonces a ellas la productora del programa. Tampoco sirvió. “¡Me vale madres lo que digas! ¡Fuera, fuera! ¡La plaza es nuestra!”. 

Nos retiramos hacia el extremo más apartado de la plaza y ahí intentamos continuar la grabación. Pero el altavoz tronaba. Pronto comenzaron a tronar también los petardos, que caían cada vez más cerca de nosotros. Me volví a mirar lo que estaba ocurriendo y ellas lo tomaron como una agresión.

Un grupo de mujeres vestidas de negro, y cubiertas con pasamontañas, se acercó lanzándolos con envidiable precisión. A uno de nuestros compañeros un petardo le cayó en los pies, aunque lo pateó. La productora del programa tomó la decisión: “Mejor, vámonos”.

Había mucha rabia en la Plaza de los Mártires. Las jóvenes encapuchadas nos siguieron incluso por los alrededores de la plaza, lanzando contra nosotros una nueva batería de injurias y amenazas.

Unos metros más allá la gente hacía cola para comprar tortas de chorizo, o entraba en la hermosa Catedral diseñada por Ramón Rodríguez Arangoiti, o bien cruzaba la plaza en todas direcciones, con rumbo a los famosos “afanes desconocidos”. En realidad, era como si no estuviera ocurriendo nada, y eso era lo más brutal.

Unos días antes se acababan de descubrir, en un domicilio de Atizapán, Estado de México, los restos de una mujer a la que le habían quitado los pies, la cara y el cuero cabelludo.

En ese mismo domicilio la policía halló varias credenciales de elector a nombre de mujeres reportadas como desaparecidas, halló mil 37 restos óseos, una libreta que contenía una lista con los nombres de 29 mujeres, halló 29 videos rotulados también con nombres de mujer, y halló a un feminicida serial, Andrés “N”, de 72 años de edad que, según la versión de los municipales que lo detuvieron, desde 1991 mataba y descuartizaba mujeres.

En su domicilio se han hallado hasta la fecha los restos de siete, así como 12 teléfonos celulares y decenas de collares, aretes, pulseras, zapatos femeninos, anillos y dijes diversos. Se afirma que confesó a quienes lo detuvieron que ya no recordaba exactamente cuántas mujeres había matado, pero que debían ser entre 20 y 30. ¿Una por año?

En el Estado de México los feminicidios crecieron 18.6% durante el año de la pandemia: 2020. Según el Sistema Nacional de Seguridad Pública, 150 mujeres perdieron la vida en crímenes de género.

Ese estado en el que de 2019 a la fecha el odio a las mujeres nos ha arrojado a la cara la existencia de los peores monstruos feminicidas, cada hora hubo 25 denuncias por violencia intrafamiliar: 300% más que el año anterior.

En 2018 el país se estremeció con la aparición de Juan Carlos Hernández, el Monstruo de Ecatepec, quien mataba mujeres desde los 18 años. Hernández colocaba anuncios en lugares visibles: “Solicito empleada doméstica”. Su mujer, Patricia Martínez, vio cómo al menos desde 2012 el feminicida empleaba ese recurso “para jalar y violar a las muchachas que le gustaban”. No solo eso: después de la violación las “fileteaba”, las cocinaba y se las comía. “Sabían muy buenas”, declaró su mujer, que había sido violada a los seis años y accedía a ayudar a su marido a atraer nuevas mujeres, “solo porque no le pegaba y era bueno con sus hijos”.

El día de su captura, Hernández declaró que había asesinado al menos a 20 mujeres.

Al año siguiente fue detenido Óscar García Guzmán, el feminicida de Villa Santín, estudiante de sicología en la Unitec y experto en artes marciales. En su domicilio de Toluca, García Guzmán conservaba, bajo la casa de sus perros, los restos de al menos tres mujeres que había asesinado luego de salir con ellas.

“Enredarlas es fácil”, declaró. A lo largo de su proceso confesó la muerte de una mujer más, aunque las libretas halladas en su domicilio sugieren que pudo haber otras víctimas aún no detectadas.

Solo estos tres casos pueden resolver la desaparición de más de medio centenar de mujeres en el Estado de México.

Los cadáveres y los restos de mujeres víctimas del odio no dejan de aparecer; las denuncias por violencia no dejan de llegar y los teléfonos suenan al menos 25 veces cada día –aunque en realidad decenas o cientos de miles de casos permanecen en la sombra.

Es la causa de la rabia en la Plaza de los Mártires. Truenan los petardos mientras la gente compra tortas o marcha rumbo a sus misteriosos “afanes desconocidos”.

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