La bomba que iba a cambiar para siempre el rumbo del caso Iguala, y que dinamitaría, de una vez y para siempre, la llamada “verdad histórica”, explotó el 18 de agosto pasado, cuando el titular de la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del Caso Ayotzinapa (Covaj), rindió un informe volcánico. 

La parte medular de la investigación que Alejandro Encinas dio a conocer aquel día, las evidencias que nunca nadie había logrado obtener tras ocho años de mentiras, encubrimientos, falsedades e indagaciones torcidas y erráticas, era un conjunto de capturas de pantalla que, según la Covaj, contenían algunas de las comunicaciones que delincuentes de Guerreros Unidos y militares del 27 Batallón de Infantería, habían intercambiado la noche en que desaparecieron 43 alumnos de la normal rural de Ayotzinapa. 

Esos pantallazos contaban de manera descarnada cómo los alumnos habían sido separados en grupos, trozados a machetazos o disueltos en ácido, para posteriormente ser inhumados en lugares ajenos al señalado por la “verdad histórica”: el basurero de Cocula. 

“Chuky les metio machete y se los repartieron como dijo huitzuco pueblo viejo y rio”, se leía en una de las capturas. 

Los hallazgos de todas las investigaciones anteriores fueron arrojados a la basura. Toda la atención del caso se concentró en las nuevas pruebas, la nueva evidencia obtenida por Encinas: 467 capturas de pantalla supuestamente procedentes de cinco teléfonos a los que la Covaj había tenido acceso. 

México se convulsionó. Las capturas indicaban que a algunos alumnos los habían llevado directamente al 27 Batallón, para desaparecerlos: “Al campo militar nadie entra ya al rato vemos donde los echamos”. Las capturas indicaban que “las órdenes venían desde México, desde arriba, que limpien todo”. 

Revelaban también que un subteniente de apellido Pirita “ya se había encargado de los paquetes”. Que un coronel del batallón había ordenado el asesinato de seis de los alumnos, a los que los sicarios habían mantenido con vida a lo largo de cuatro días. 

Relataban que los restos habían sido exhumados para cambiarlos de lugar y llevarlos “a donde nadie iba a asomarse”. 

Un documento “dolorosamente verdadero”, escribió una de las comisarias del régimen. 

Además de los militares, uno de los personajes principales de aquellas capturas era un sujeto apodado “El Negro”. Su maldad era infinita. Su único defecto es que la Covaj no había logrado identificarlo y que no aparecía tampoco en los miles de fojas de ninguna otra investigación: ni en la de la PGR, ni en la de la CNDH, ni en la del GIEI… 

En los pantallazos de Encinas, sin embargo, El Negro ordenaba, le reportaban y lo buscaban. No solo eso: tenían miedo de contrariarlo. 

Las nuevas pruebas obtenidas por Encinas colocaron en el centro de todo aquel horror al Ejército: había sido coautor y cómplice. La nueva evidencia bastaba para probar que a través de una operación de Estado se había llevado a cabo el encubrimiento. 

Todo se había hecho para encubrir a alguien más. Esto bastó para liberar órdenes de aprehensión contra 20 militares. 

No se dijo nunca cómo habían llegado a la Covaj los pantallazos. No se habló de los peritajes a los que los teléfonos tendrían, por fuerza, que haber sido sometidos. 

Encinas llamó “testaferros” a quienes se atrevieron a hacer preguntas o pusieron en duda el informe “dolorosamente verdadero”. 

El general José Rodríguez Pérez, el capitán José Martínez Crespo, el subteniente Alejandro Pirita y el sargento Eduardo Mota Esquivel hoy están encarcelados. 

Según un reportaje publicado ayer por The New York Times, el caso Iguala se le ha ido desbaratando a Encinas desde entonces.  Sobre todo porque él mismo admitió que la fuente que le proporcionó aquellos mensajes “podría haberlos fabricado”. 

La sucesión de hechos narrada por The New York Times es demoledora: “Se desecharon órdenes de aprehensión giradas en contra de sospechosos militares clave. El fiscal principal (Omar Gómez Trejo) renunció. Y ahora, la columna vertebral del nuevo y explosivo reporte del gobierno está en duda”. 

En una entrevista con el diario, Encinas admitió que la investigación se hizo al vapor para cumplir con los tiempos políticos marcados por el presidente López Obrador, “que mucho de lo que se presentó como evidencia nueva y crucial no pudo verificarse como real”, que “hay un porcentaje importante, muy importante, que está todo invalidado”. 

El propio GIEI dudó de la autenticidad de esos mensajes y declaró que su tono difería de otras comunicaciones interceptadas a los integrantes del grupo criminal. 

“La verdad histriónica”, le ha llamado alguien al conjunto de disparates presentados por Encinas. 

No menos escandalosa es la revelación de la oferta de impunidad hecha a Tomás Zerón por encargo presidencial —de la que también habla el reportaje—, a cambio de que este señalara la ubicación de los restos de los alumnos. 

Finalmente, la supuesta victoria de la 4T en lo relativo al caso Iguala no solo ha derivado en un ridículo colosal. La incapacidad y la torpeza de los encargados de la investigación han dañado y enturbiado aún más el caso; han manchado y desprestigiado al Ejército mexicano, al que acusaron sin prueba alguna, y han abierto la fosa donde probablemente yacerá muy pronto la credibilidad del gobierno de AMLO en torno al tema de Ayotzinapa. 
Pero, sobre todo, y esto es lo peor, han dejado a las víctimas sin verdad y sin justicia. Los padres siguen a la espera de la verdad. 

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