Este año se cumplen 110 años de la publicación de una obra fundamental: Los partidos políticos. Estudio sociológico de las tendencias oligárquicas de la democracia moderna, de Robert Michels.

En esta obra el politólogo y socialista germano-italiano formuló su “ley de hierro de la oligarquía” según la cual “la organización es la que da origen al dominio de los elegidos sobre los electores, de los mandatarios sobre los mandantes, de los delegados sobre los delegadores. Quien dice organización, dice oligarquía”. La novedad del estudio no residió, en realidad, en descubrir esta tendencia, que ya había sido puesta de relevancia desde Platón y Aristóteles sino en confirmarla empíricamente en la democracia moderna. Gracias a Michels, esta “ley” se ha comprendido y, en algunos casos, contrarrestada exitosamente.

Nadie se llama a asombro de que esto ocurra, excepto aquellos que, ignorándola por voluntad propia, presumen que su organización, la suya propia, está a salvo de la inexorable tendencia oligárquica que aqueja a todas por igual. A Morena le pasa algo semejante. Tiene su “principal activo” en Andrés Manuel López Obrador, un líder carismático que para llegar al gobierno y para gobernar ha creado organizaciones. Una es el partido Morena, que él más bien prefiere llamar movimiento para que no lo confundan en el barrio, y el otro es su círculo de gobierno —incluidos los mandos de las fuerzas armadas—.

El extendido prejuicio “anti-partido”, se ha prestado de maravilla a las pretensiones de AMLO, fundador y jefe de esa naciente oligarquía. Con las resonancias guadalupanas del nombre (Morena) y el halo místico del que se reviste su persona, le ha sido fácil vender una ilusión incumplible: formar un régimen más democrático que el existente.

La centralización del poder en su persona y los dos círculos de su oligarquía en formación no tiene precedente. Acaso Porfirio Díaz y Plutarco Elías Calles hayan disfrutado de semejante concentración de poder sellado por el implacable control del jefe sobre cada decisión de su administración. Pero la lógica férrea de la concentración oligárquica del poder implica un dilema. Para realizar la ilusión de un régimen más democrático tendría que ampliarlo para dar cabida a los que quiere beneficiar (el “pueblo”), pero el costo que tendría que pagar sería abandonar el control y arriesgarse a perderlo. Así pues, la única manera de conservar el poder es no compartirlo y, en consecuencia, no podrá crear ese orden justo. Si persistiera en crear ese orden justo, entonces la decisión crucial en el camino a seguir (compartirlo o conservarlo) debería quedar en última instancia en manos de quienes más se beneficiarían de dicho orden justo: los ciudadanos más pobres, que son los que corren con menos ventaja en el juego del poder. De ahí el truco del revocatorio: que el “pueblo” lo confirme sin participar del poder real.

Este ha sido el dilema de todas las revoluciones triunfantes, de Cromwell a Ortega (con el debido perdón por la comparación), pasando por Robespierre y Lenin. Que la “transformación” no es sino un eufemismo de revolución es claro como la luz del día, pero que esta sea más “democrática” que el sistema que hemos construido más o menos pacíficamente (no olvidemos que también se ha derramado sangre), es palmariamente falso. En un sistema político aplanado como el que AMLO quiere jamás cabrá el pueblo, pues repite el camino de las viejas oligarquías del siglo XX. El único remedio conocido contra la fatal oligarquía es la democracia pluralista, que incluye activamente a los grupos en desventaja, no a los epígonos de un líder providencial. Al socavar la democracia que tenemos, la 4T no hace sino caminar por el lado malo de la historia, repitiendo viejos episodios deplorados por la humanidad y sin aprender un ápice de ellos.

Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. @pacovaldesu

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