Escuché decir alguna vez a un divulgador que necesitábamos que la cultura científica fuera tan omnipresente en nuestras sociedades para que cualquier persona, independientemente de su condición o profesión, pudiera entender la importancia de la ciencia y opinar con verdadero juicio acerca de decisiones importantes. En una época en la que parece que las consultas populares son un instrumento socorrido para justificar una que otra maniobra política, sería interesante que con conocimiento de causa y datos contrastados discutiéramos más a profundidad ciertos asuntos que impactan nuestra vida cotidiana y el futuro de nuestro país, y saber discernir los datos relevantes de la paja.
Pero –dirán – en este mundo acelerado, ¿a qué hora encontramos tiempo de cultivarnos? Un podcast de camino a casa, alguna cápsula de información entre comidas o una lectura a cuentagotas antes de dormir, por ejemplo, pueden contribuir a hacernos de una costumbre crítica. No se tome lo anterior como un comentario sermoneador, sé que hay quienes no tienen el lujo ni las posibilidades de contar con ese huequito de tiempo, y de tenerlo, tampoco digo que sea simple: hacerse de un hábito cuesta, más cuando se exploran terrenos desconocidos. Pero quisiera volver a subrayar el derecho que como ciudadanos tenemos a una enriquecedora vida científica, artística y cultural, y, por tanto, a los medios de comunicación e infraestructura que hacen posible que estos conocimientos impacten nuestras vidas cotidianas.
Pero no es un secreto que esta infraestructura es –por decir lo menos– deficiente en buena parte del país (especialmente en las zonas descentralizadas de nuestro territorio), donde tenemos grandes huecos y profundas carencias de inversión; escuelas que apenas subsisten con presupuestos paupérrimos, cuyos profesores lidian con peligros (muchos de ellos más allá de los naturales). Tristemente, así empezamos mal en la cadena de (in)formación y garantías de derechos humanos. Si hay una inversión que no se está haciendo debidamente en este país –desde hace tiempo– es la que impacta directamente en la educación y en la investigación científica, lo que nos augura un futuro con grandes huecos de conocimiento que tarde o temprano incidirá –y para mal– en nuestra vida cotidiana.
En fin, mientras quienes legislan este país se deciden a discutir sobre estos menesteres y a hacer su trabajo (por supuesto, es sarcasmo), lo menos que nos resta a nosotros, la ciudadanía de a pie, es apoyarnos en proyectos (muchos de ellos de iniciativa totalmente civil) de divulgación científica. Pero ¿Cómo encontrar proyectos interesantes de divulgación en este mar de información que nos ahoga? Bueno, hay que saber dónde buscar. Reconozcamos la enorme ventaja que supone el que una mayoría tengamos acceso a un dispositivo de conexión al resto del mundo, con el cual navegar los mares internacionales del conocimiento. Eso nos pone en un lugar privilegiado respecto a cualquier otra persona habitante de este planeta de hace, digamos, 50 años. Con ese pequeño dispositivo podemos acercarnos al valioso trabajo que realizan decenas de divulgadores, sin necesidad de sacrificar los medios: hay divulgación en todos los tipos de redes sociales: ¿un podcast? ¿una cápsula? ¿un reel? ¿tutoriales para experimentar en casa? Hay para todos los gustos.
Los sospechosos obvios son los canales de divulgación masivos, como el de la National Geographic Society, por ejemplo, se mantiene como uno de los referentes de divulgación de naturaleza más consolidados del mundo. En México, personas como Julieta Fierro, Antonio Lazcano o Ruy Pérez Tamayo prepararon el suelo para las nuevas generaciones de divulgadores que hoy se abren paso en las calles y en las redes sociales, ganando terreno poco a poco. Un buen número de universidades tiene una extensión de divulgación a cargo; la UNAM es un buen ejemplo, con su colección “¿Cómo ves?”, con temas de divulgación para público joven. Y luego tenemos los proyectos de divulgación gestionados por particulares, amantes de la ciencia que buscan compartirla con el mundo, acercándola a la gente. Un caso particular es la Sociedad de Científicos Anónimos, fundada en 2016 por Natalia Jardón y Andrés Cota Hiriart que funciona como una red divulgativa que ha creado nodos a lo largo y ancho del territorio nacional. Gracias al trabajo de decenas de especialistas que gestionan estos núcleos (vaya todo mi reconocimiento a sus aportes), la SCC ha construido toda una constelación de divulgación científica que ha acercado la ciencia al público a través de charlas en entornos cotidianos.
En fin, para cerrar esta columna dejo una cita de Elisa Marshall a propósito de la importancia de comunicar el conocimiento: “La ciencia que no es comunicada, es ciencia que no ha sido hecha”. Último consejo: busque su red divulgadora de confianza, y dele mucho mucho amor.