Cuando se publique esta columna habrá concluido, creo que con mucho éxito, la primera edición del Taller-residencia para jóvenes escritores mexicanos “Bajo la pirámide”, que esperamos seguir organizando en el futuro, de modo que cada verano la UDLAP reciba a algunos de los escritores más talentosos de nuestro país.

¿Por qué hablo de éxito? En primer lugar, porque una de las actividades centrales del proyecto –el taller de los jóvenes con un escritor de prestigio indudable– ha funcionado muy bien: se han leído, criticado e interrogado textos y poéticas en un espacio de libertad y verdadero trabajo. Además, para este comienzo invitamos como tutores a Vivian Abenshushan y Luis Felipe Fabre, dos autores que cuentan no sólo con amplias trayectorias sino, más importante, con ideas, inquietudes y perspectivas siempre abiertas y críticas sobre la escritura y la cultura. No son únicamente ‘grandes nombres’, sino dos de las mentes más lúcidas del panorama literario mexicano.

En segundo lugar, porque ha funcionado igualmente bien la otra actividad principal: el trabajo de los jóvenes escritores con un grupo de estudiantes de la licenciatura en Literatura de la UDLAP. Nuestros estudiantes han recibido un taller distinto cada día durante dos semanas, lo que supone una intensa experiencia de heterogeneidad y aliciente nada frecuente; junto con ello, han participado en sesiones individuales o por parejas para trabajar con más detalle su escritura con alguno de los jóvenes autores. Así nuestro programa complementa una de las facetas formativas más relevantes –no la única, desde luego– para quien se decide a cursar una licenciatura en literatura.

Uno de los daños secundarios que trajo la pandemia de COVID-19 se cebó en la vida pública. Primero hubo de aislarse; después, el confinamiento se fue atenuando; se matizaron las restricciones, se fue perdiendo el miedo al contagio y al contacto. Asimismo, para bien y para mal, se alcanzó un límite insospechado en aquello que podríamos llamar la existencia en pantalla. Por una parte, constatamos que favorecíamos un montón de traslados inútiles: para muchas juntas, coloquios, reuniones, podían no derrocharse viajes, vuelos, tiempo. Por otra, sin embargo, empezamos a aprender que las maravillas tecnológicas, además de no ser herramientas neutras, pueden ser tan seductoras como adictivas, despóticas y anestésicas. El colmo es que pongamos tantos flancos de nuestras vidas en sus manos, ya no digamos resignadamente sino con convencimiento, con fervor.

La vida literaria es uno de esos flancos (otro, indudable para mí, es la educación: ninguna plataforma, ningún programa híbrido consigue reemplazar, ensoberbecido, una buena convivencia en el salón de clases). La escritura puede –o no– requerir silencio y soledad, a la vez que ciertos eventos típicos de nuestra época –mesas redondas, charlas, ‘conversatorios’ y las infinitas presentaciones de libros– no pierden tanto mediados por la pantalla. Hay algo, no obstante, insustituible desde hace siglos y que la pandemia, sus efectos y su uso interesado por parte de algunas instituciones han debilitado: la sociabilidad literaria. Me refiero no a lo que ocurre dentro de un aula u otros espacios formalizados; tampoco únicamente al diálogo que antes sucedía en las revistas y ahora en las redes, sino a esas zonas que, propiciadas sí por lo escolar, lo institucional o lo periodístico, permiten encontrarse a lo diverso, lo antagónico, lo que no es parte del mismo grupo, corriente o generación, lo que difiere de las ideas y la estética propias. En los años formativos esta sociabilidad puede ser muy enriquecedora: supone medir nuestras nociones y nuestra convicción, atisbar la inimaginada amplitud del horizonte que nos toca, perfilar rechazos y animadversiones y también complicidades únicas.

Los criterios con los que fueron seleccionados los jóvenes escritores invitados al Taller-residencia no tuvieron que ver con lo que se asocia comúnmente a lo exitoso: premios, distinciones, número de libros o de ejemplares o de páginas. En cambio, se buscaron escrituras singulares, audaces, que anuncien potencialidades, lejos de la rigidez burocrática cada vez más característica de muchos programas estatales y privados para la formación de escritores en nuestro país. En reunir esas escrituras en la UDLAP y en ofrecer un espacio para su sociabilidad podremos encontrar, eso espero, el éxito del proyecto.

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