Género no es una palabra transparente en el español, es decir nítida en su significado en nuestra lengua. De hecho, no es poco aventurado decir que su significado ha variado en los últimos 30 o 35 años en los contextos hispanohablantes y que su popularización es todavía más reciente. En efecto, el término refiere en español a asuntos de clasificación. Por ejemplo, empleamos el concepto «géneros literarios» para hablar sobre las diferentes categorías en las que se pueden agrupar los textos literarios según su contenido (dramaturgia, ensayo, narrativa, poesía) o, en México en particular, para señalar un tipo de textil. En esa conjugación lingüística que no nos remite de inmediato a los cuerpos de los seres humanos puede radicar la necesidad de aclaración que surge cuando empleamos el término. Si bien las más jóvenes generaciones ya han vinculado la palabra con su más reciente significado en su argot cotidiano, es decir, con la noción que nos indica que sobre nuestros cuerpos están en funcionamiento una serie de reglas culturalmente establecidas que disciplinan emociones, gestos y hasta posibilidades de “funciones” sociales de cada sujeto, estamos aún lejos de un uso masivo de ella en dicho tenor.
Pero de ¿dónde proviene esta nueva forma de significación de la palabra «género» y esa especie de dificultad que experimentamos en un primer momento en la aprehensión de la idea que ahora habita en ella? Lo que encontramos es que la acepción que la pone en relación con los cuerpos/sexos/emociones de los humanos proviene de las entrañas de una reflexión académica que tuvo lugar entre finales de la década de 1970 y mediados de los años 1980 y que se situó en contextos intelectuales anglosajones. Este último elemento, el contexto cultural anglosajón, resulta fundamental en la comprensión de la situación lingüística descrita: es que en inglés la palabra gender sí que se alude directamente a la condición masculina o femenina de los seres humanos, esto es, a lo que se espera en los comportamientos de las personas de acuerdo con su genitalidad. Bajo esa sombrilla de significado, la palabra fue recogida en una época de fascinante e imponente creación intelectual de académicas interesadas por comprender la subordinación de lo femenino en la mayoría de las situaciones sociales en Occidente —entre ellas, Natalie Zemon Davis, Gayle Rubin, Michelle Rosaldo o Joan W. Scott— para demarcar que cada sociedad crea la expectativa cultural que opera sobre los sujetos de acuerdo con su sexo. En pocas palabras, observando la variación de los significados concedidos a los términos «hombre» y «mujer» a lo largo de la historia, ellas señalaron que en cada contexto y época las sociedades definen cómo deberá comportarse un sujeto de acuerdo con su genitalidad. Dicha proyección toma la forma de una repetición constante, convirtiéndose en una exigencia comunitaria en la que participan todas las instituciones sociales (estatales, familiares, educativas, etc.), al punto de pasar desapercibida como construcción sociocultural. Se habló entonces de un sistema establecido entre el sexo (lo biológico) y el género (lo sociocultural en torno a lo biológico).
El término develó en su calidad de relaciones de poder a situaciones anteriormente comprendidas como “naturales” a los participantes de las relaciones sociales. Mostró por ejemplo que la falta de injerencia de los varones en el cuidado de los más vulnerables dentro de una familia no tenía nada que ver con una “natural propensión de las mujeres al cuidado” y sí mucho con el monopolio de los varones de los espacios de decisión colectiva o de la producción de la riqueza y, por supuesto, con la defensa continuada de esos privilegios. El género como categoría analítica nos habilitó así para que desarticuláramos pactos de jerarquía amañados bajo justificaciones biologicistas.
Esta noción estratégica de la palabra llegaría a nuestros contextos latinoamericanos hacia finales de la década de 1980, abriéndose paso desde la academia hacia los espacios de la sociedad civil y después entre las instancias estatales. Como vemos, las palabras tienen su propia historia. En este caso encontramos una que nos recuerda que los cuerpos también la tienen, que está aún en proceso de masificación bajo una nueva noción a todas luces liberadora y que ha resultado crucial para que muchos individuos pongan sobre la mesa de los pactos sociales que su experiencia no cabe en el binarismo prevaleciente.