No tiene los poderes mágicos que se le han atribuido.


Un fetiche es un objeto al que se atribuyen poderes sobrenaturales. Así parece ocurrir con el crecimiento económico y su indicador: el Producto Interno Bruto (PIB). Políticos, analistas y académicos solemos estar pendientes de este indicador como si de ello dependiera nuestro bienestar personal y colectivo. Como si, por arte de magia, un crecimiento del PIB se fuese a traducir en una mejora en la calidad de vida de las personas.

Gobernantes de todo el mundo persiguen altos índices de crecimiento económico porque, en buena parte, de ello depende la suerte de su agrupación política en las elecciones siguientes. Y es verdad que, frente al coro mediático sobre los presuntos poderes del crecimiento del PIB, el electorado de una ciudad, región o país termina seducido por la danza de las cifras milagrosas.

Claramente hay otros factores que pueden determinar el rumbo de un proceso electoral, pero es indudable que este es uno muy relevante. En realidad, de acuerdo con la organización internacional OXFAM Intermón, con o sin crecimiento económico, la desigualdad entre ricos y pobres en el mundo sigue ampliándose año con año. Un informe muy reciente de OXFAM reporta que el 1% de los más ricos del mundo ha acumulado la misma riqueza que el 95% de la población mundial. La pandemia por COVID-19, de hecho, creó condiciones para que los más ricos aceleraran la concentración de poder y dinero. Y es que la mala noticia es que, mientras el crecimiento del PIB sólo por excepción se refleja en mejores condiciones de vida para los más pobres, las contracciones abruptas de la economía sí suelen afectar especialmente a los más desfavorecidos. La CEPAL informó que, en 2020, cuando se produjo un decrecimiento promedio de -7% en la región por efecto de la pandemia, se sumaron 22 millones de personas al sector poblacional en condiciones de pobreza en Latinoamérica. Al final de ese año 33.7% de la población estaba por debajo de la línea de pobreza, un incremento de 3% respecto al año anterior. Un año después, a finales del 2021, a pesar de un rebote de crecimiento del PIB cercano al 6.8% regional, la tasa de pobreza apenas se redujo a 32.3%

A la luz de estos datos, parece innegable que el crecimiento del PIB no garantiza mejoras en las condiciones de vida de la enorme mayoría de las personas. Conviene observar que un crecimiento de la economía no necesariamente implica mayor riqueza para un país si la población crece más velozmente que la producción de bienes y servicios. Para corregir esta imprecisión matemática, los economistas usan el indicador PIB per cápita, es decir, la cantidad de PIB que correspondería a cada habitante de un país o región si este se repartiera equitativamente.

Pero no todas las personas contribuyen ni se benefician por igual del crecimiento del PIB, de modo que la cifra per cápita tampoco da garantías de que el crecimiento implique, por sí mismo, que habrá menos personas en condiciones de pobreza. A consecuencia de la distribución desigual de la riqueza, puede haber PIB per cápita creciente y mayores índices de pobreza de manera simultánea.

Para que el crecimiento económico se traduzca efectivamente en beneficios materiales para las mayorías, es necesaria la implementación de mecanismos de distribución equitativa de la riqueza a través de mejoras salariales o políticas fiscales que impongan una mayor carga a los más ricos para poder financiar el gasto social en escuelas, hospitales, seguridad, servicios de agua potable, financiamiento público para la vivienda, etc. Otra de las medidas que pueden ser útiles para reducir las desigualdades es la creación de condiciones favorables a la inversión privada en las regiones más pobres; en ese sentido se invierten recursos públicos en infraestructura (vías de comunicación, puertos, reforzamiento de la seguridad pública, etc.).

En línea con lo anterior, desde la década de 1990 la CEPAL insistió en la creación de un modelo de desarrollo económico para América Latina que combinara el crecimiento con la equidad. Pero la planeación estatal de la economía no tenía cabida en la política en el contexto del auge neoliberal.

Se impuso la narrativa de dejar que las fuerzas del mercado se encargaran de todo con la falsa esperanza de que, algún día, “la copa de champaña” se rebozara y el elíxir de la abundancia se derramara sobre todos. Nunca ocurrió. Cuando hubo crecimiento, se quedó arriba para el disfrute de los más ricos.

A lo largo del siglo XXI se va haciendo cada vez más evidente un nuevo factor de complejidad: el cambio climático ocasionado por los efectos de gases contaminantes que se acumulan en la atmósfera, especialmente el dióxido de carbono y el metano. Ambos gases (denominados Gases de Efecto Invernadero -GEI-) son producidos por las actividades industriales que son estimuladas por el crecimiento económico. Así, nuestro consumo de bienes y servicios estimula el crecimiento y éste implica una mayor actividad industrial. Esta actividad, por la emisión de GEI, finalmente se traduce en el incremento de la temperatura global que induce el cambio climático… una de las mayores amenazas a la vida de miles de especies en el planeta, incluida la especie humana.

El cambio climático ocasionado por la compulsión de un crecimiento económico que se había presumido sin límites pone en jaque a la humanidad. Por eso, hoy debemos admitir que el crecimiento del PIB, aún con políticas redistributivas que combatan la desigualdad, sigue siendo una amenaza para la vida planetaria.

Frente a esta verdad innegable, en los foros internacionales intenta posicionarse un nuevo argumento: el crecimiento “verde”. Se invita a la comunidad de naciones a implementar novedades tecnológicas para “desacoplar” el crecimiento de la emisión de GEI y de los impactos ecológicos. Desafortunadamente el tiempo no juega a favor. La aceleración del calentamiento global (y con él, el cambio climático), obligan a actuar con urgencia.

Si no hay tiempo qué perder, ¿no conviene repensar el dogma del crecimiento? Quizá la ruta no es crecer, ni el PIB debe ser nuestra brújula. Desfetichicemos al crecimiento económico. Ciertamente no tiene los poderes mágicos que se le han atribuido.

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