En todos los ámbitos, políticos religiosos, médicos, literarios la crítica es esencial. En todos los ámbitos aprender de los errores es fundamental. Someter los yerros a la crítica es necesario. Son una suerte de binomio. Una escuela debería devenir al sumar ambas actitudes. No es así. Poco espacio hay el mundo rápido y líquido para practicar y someterse a la crítica constructiva. La mejor muestra, como en tantos avatares es la ralea política mundial: pocos miembros de esa especie se salvan.
A su lado, los grupos religiosos, sobre todo las sectas fanáticas, no tienen ni la capacidad intelectual ni autocrítica para comprender que el mundo de ayer, el de los dioses fundadores de las religiones ha muerto. Si bien dichos grupos generan decenas de miles de muertos, la culpabilidad es colectiva. En cambio, en medicina, los errores, son individuales, o son responsabilidad de “pocos”: dos o tres galenos.
Karl Popper (1902-1994), uno de los grandes filósofos de la ciencia, reflexionó acerca de la necesidad de hacer de los errores una escuela. Junto con Neil McIntyre (1934-2020), médico y maestro, publicaron en 1983 el texto “The critical attitude in medicine: the need for a new ethics”, acerca de la necesidad de someter el ejercicio médico a la crítica, y, a partir de esa premisa, generar una nueva ética.
El texto en cuestión no sólo no ha envejecido. La necesidad de refundar la medicina es cada vez más necesaria. Refundar significa regresar a los orígenes de la profesión, retomar el vínculo humano entre humanos, reinventar la escucha y la mirada. La aparatología ha permitido prolongar la vida, pero, lamentablemente, se ha interpuesto entre quien requiere hablar antes de someterse a incontables exámenes de laboratorio y de gabinete.
Popper y Mcintyre subrayan la necesidad de aprender de los errores de otros y de los personales. Así como debería existir una “Escuela del dolor”, sería prudente fundar una “Escuela de errores”. La esencia de esta escuela sería el ejercicio crítico de colegas. Hacerlo permitiría entender las razones del yerro y evitar su repetición.
Al cavilar sobre el incremento del conocimiento los autores cuestionan, ¿se aprende por acumulación o por corrección? Ambas posibilidades son válidas e incluso se complementan. Conocer deviene en nuevos conocimientos; al sumarse toda la información se sabe más, se conoce más. Entender el origen y las causas de las equivocaciones permite evitarlas y con suerte entender la fuente, lo que impediría repetir el yerro. En este aspecto la ética es un pilar. Los médicos que laboran arropados por ella suelen crecer al reconocer sus errores y permitir que la crítica los desvele. La ética, aunada a la crítica, impide el ascenso del autoritarismo y sus nefandas consecuencias. El médico cuya actuación sigue los preceptos de la ética médica crece al comprender sus equivocaciones. El galeno que privilegia la relación con sus pacientes progresa al escuchar las percepciones de quien busca ayuda. En este aspecto, y retomando la idea de la “Escuela del error” la retroalimentación es básica.
Es menester, asimismo, diferenciar entre pequeños errores —todos los médicos los cometemos— versus negligencia. Los primeros, mientras no generen daños irremediables se comprenden; la negligencia nunca debe aceptarse. De ahí la necesidad de la ética.
Tanto a Séneca el Joven, como a Cicerón o a San Agustín de Hipona, se le ha atribuido, palabras menos, palabras más, la frase, Errare humanum est, sed perseverare diabolicum (errar es humano, pero perseverar en el error es diabólico). La crítica constructiva es una gran medicina; prescribirla y ejercerla es necesario.