Mi madre nació en Lwów, Polonia, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial. Ahí vivieron y murieron sus antepasados. La ciudad ha tenido varios nombres. La de su casa materna y paterna, en polaco, es Lwów. Tiempo después, dependiendo de guerras y ocupaciones, adquirió diversos nombres: Lvov, en ruso, Lemberg, en alemán, Lviv o L´viv, en ucraniano, Leópolis, en español. Los diferentes nombres reflejan los cambios geográficos producto de las guerras, una más cruenta que la otra. La ciudad ha sido víctima de diversos conflictos. Ahora sufre por la malicia de Putin y su esbirro, Lavrov, cuya hijastra, por cierto, vive, informa la prensa “seria”, en un lujoso departamento en Londres. Durante la Segunda Guerra Mundial, la ciudad fue asediada por nazis y rusos. Imposible saber cuántas personas fallecieron en esa época. Seguramente, “demasiadas”.
A partir de la disolución de la Unión Soviética, en 1991, Leópolis pasó a ser parte de la Ucrania independiente. Entre la frontera polaca y Lwów median 70 quilómetros. La cercanía con Polonia es una razón por la cual hoy, mientras escribo, incontables ucranianos huyen de la guerra hacia ese país. Esa cercanía también explica, parcialmente, las razones por las cuales Lvov tiene tantos nombres: más de una nación la ha considerado suya.
En 1996, el centro histórico de la ciudad fue considerado por la UNESCO patrimonio de la humanidad. Menuda paradoja: patrimonio de ¿qué humanidad? Por contradicciones nuestra especie no para. Los términos crímenes contra la humanidad y genocidio adquirieron trascendencia debido a dos brillantes abogados judíos cuyas vidas transcurrieron parcialmente en Lwów.
Hersch Lauterpacht, profesor universitario preocupado por los derechos humanos, creció en Lwów. Impulsó el término “crímenes contra la humanidad”, esto es, asesinatos contra individuos cometidos por el Estado, con frecuencia contra sus propios ciudadanos. Raphael Lemkin, vecino de la misma ciudad, fue el creador del término genocidio, esto es, crímenes contra un grupo o una raza basados en su identidad. Ambos estudiaron en Lwów, en la misma Facultad de Leyes; compartieron profesores. Sin duda, su origen étnico y la cruenta historia de su Tierra, pertenecer a Polonia, ser ocupada por la Alemania Nazi y después por la Unión Soviética fue cimental en sus inquietudes.
Lauterpacht se preocupó fundamentalmente por los derechos del individuo; sus libros influenciaron en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Lemkin, por su parte, se agobió por las persecuciones de grupos. Ambos son figuras señeras en leyes internacionales dedicadas a la protección de la humanidad.
La metamorfosis de los nombres de Leópolis se comprende también siguiendo a Timothy Snider, eminente historiador, quien, al referirse a Lviv utiliza el término “bloodlands”, es decir, tierras de sangre. Eso ha sido y ahora es Lviv: una región donde ha imperado e impera la violencia. Hitler y Stalin no fueron suficiente; ahora Putin dicta.
El lema de la ciudad, Semper fidelis, siempre fiel, es interesante. Infiero las connotaciones íntimas de la idea. Supongo que el quid radica en su inquietante historia como lo demuestran sus cinco nombres. Supongo también que el lema hace alusión a la lealtad de la ciudad hacia sus habitantes y viceversa. Tras la invasión y destrucción putiniana y lavroviana, el epígrafe adquiere otros tintes: la fidelidad, hermoso y necesario bien, es hacia, con y para Ucrania y los ucranios.
Mi madre tuvo “suerte”. Permaneció oculta en su Lwów durante 18 meses con sus padres y una hermana en el sótano de la casa de un sacerdote católico. Sobrevivió.