Para José Sarukhán, por su dignidad y entereza.

Comparto las líneas que acompañan una fotografía: “Un hombre recogía libros tras un bombardeo en el Instituto de Tecnología y Diseño de Kramatorsk, en la provincia de Donetsk, el 19 de agosto”. Describo la fotografía: En el centro un hombre encorvado carga cuatro o cinco libros. Mira hacia las puertas abiertas de un mueble. Atrás de él y bajo sus pies papeles, quizás residuos de algunos libros. A su derredor una mesa, un mueble. Ladrillos grises, rotos, sin pintura, tanto a la izquierda como a la derecha, rodean la fotografía. Atrás del hombre, al fondo, al través de una ventana entra luz, mucha luz: una suerte de verdor —eso me parece— se observa al penetrar con la mirada la ventana. La fotografía forma parte de un artículo, Ucrania, dispuesta a tomar la iniciativa tras medio año en el que Rusia no ha sabido imponerse (El País, 20 agosto, 2022).

En la nueva guerra de la humanidad todos pierden. Quienes más pierden son los muertos, sean rusos o ucranianos. Imposible saber el número. Todos duelen. Los niños ucranianos asesinados perturban; en los conflictos armados la inocencia y la candidez de nada sirven. En la guerra sin fin emprendida por el sátrapa Putin, haber nacido en la “tierra equivocada” equivale, para un número indeterminado de ucranianos, una sentencia de muerte. Lo mismo ha sucedido con los jóvenes milicianos rusos: ¿cuántos de ellos odian/odiaban a los ucranianos?

Regreso a los libros. Pienso en los millones de libros publicados. La palabra incontables se aplica. Cavilo en los idiomas, en los editores, en los correctores, en los amigos cómplices cuya lectura deviene modificaciones, en los lectores, en los críticos. Pienso en los viejos, viejísimos libros por entregas. En las librerías y en los libros ecológicos y económicos publicados en medios digitales. Y pienso en el papel. Su invención impulsó la necesidad de verter en palabras la vida. La historia del papel y de uno de sus destinos, los libros, es fascinante. Su historia es parte de nuestra historia. Me remonto al Antiguo Egipto. Antes del año 3000 a.C., se escribía sobre papiro, una especie de planta palustre. Desde entonces han transcurrido cinco milenios. Nuestra especie nunca ha dejado de escribir. La historia del papel y la de los libros forma parte del destino de la humanidad. De nuevo: ¿cuántos millones de millones de libros han visto la luz?

Observo de nuevo al hombre de la fotografía recogiendo los libros que se salvaron de las bombas. Y me pregunto: ¿cuánto cuestan las bombas?, ¿cuánto tiempo dedican los científicos y qué tanto conocimiento se requiere para hacerlas y montarlas en tanques, aviones, drones? Preguntas que concateno con las siguientes: ¿cuánto cuesta un libro en la librería?, ¿con cuánto tiempo contaban los lectores del Instituto de Tecnología y Diseño de Kramatorsk tras solicitar su préstamo?, y, finalmente, ¿cuántas horas largas y qué tanto conocimiento debe tener un escritor para escribir un libro? Las reflexiones previas devienen otra inquietud: en las guerras, ¿son útiles los libros y el conocimiento?

Escribir es oficio humano. Antes del papel y previo a los libros, las personas escribían sin escribir: memorizaban ideas, compartían reflexiones, discutían. El eje y el impulso era, como lo es ahora, conocer.

Regreso al hombre que recoge libros. Su tez no se observa. Infiero su dolor. Papel y libros humanizan. Sirven, solemos decir. En el siglo de los putins, trumps, bolsonaros, morawieckis, son poco útiles.

Médico y escritor

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