Es lógico, obvio y necesario detestar a la inmensa mayoría de los políticos contemporáneos. No importa su locación ni su idioma: trasciende lo que hacen y lo que no hacen, trascienden sus palabras y sus silencios y complicidades. Las encuestas, nuevo desiderátum humano, deben leerse con cuidado: dicen y esconden, algunas son fidedignas, otras son falsas. Más allá de las encuestas y de la compra de votos por dádivas gubernamentales o promesas incumplidas pesa la realidad.

Días atrás, en El País, Javier Lafuente compartía una idea de Rachel Cusk. En la novela Segunda casa escribe, “…uno se harta de la realidad y luego va y descubre que la realidad se ha hartado antes de uno”. La realidad enmarcada en el binomio política, políticos, es detestable: han destruido, en nombre de su insabiduría, por falta de educación, por imbecilidad, por fanatismo religioso, por sordera o por la suma de todos los avatares anteriores, tanto como han podido. A diferencia de lo que dice Cusk, ¡qué mal!, la realidad no se ha hartado de ellos: perviven, matan, algunos son genocidas.

En una entrega, al inicio de la matazón de Putin y sus esbirros, aunada al apoyo previo de Trump y su gobierno, recordé que fue precisamente en Lviv, hoy Ucrania, una de las ciudades blanco del jerarca de la KGB -sin duda Putin extraña esa época dorada- donde se fraguaron los términos genocidio y crímenes de lesa humanidad. Las alarmas mundiales, de la ONU y de Organizaciones de Derechos Humanos en relación a los genocidios versión 2022 no dejan de llamar la atención. ¿Sirven las advertencias?

El mapamundi contemporáneo lo niega. Yemen: ¿es genocidio morir por hambre?: han fallecido al menos 250 mil personas por inanición y más de la mitad de la población pervive bajo el demonio de la inseguridad alimentaria. Darfur: desde el inicio de las hostilidades (2003) han muerto 400 mil personas, la mayoría de raza negra. La palabra genocidio ha sido acuñada para calificar las matanzas. Jair Bolsonaro, una de las mayores estrellas de la ultraderecha, recién desbancado del poder, ha sido acusado de “crímenes contra la humanidad” debido al pésimo manejo de la pandemia: más de 600.000 brasileños fallecieron. Y, no muy lejos, en la década de 1990, las fuerzas serbio-bosnias cometieron genocidio en Srebrenica: aniquilaron a 8 mil musulmanes bosnios.

La matanza de ucranianos por parte de Vladimir y sus secuaces ¿puede calificarse como genocidio? Con el paso de los años, las definiciones deben releerse y adecuarse. El término genocidio fue acuñado en 1944 por Raphael Lemkin, jurista judeo polaco interesado, en un principio, por el asesinato de miles de civiles armenios en 1915 por fuerzas otomanas. Genocidio implica el “acto perpetrado con la intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”.

Vlad y asociados matan en Ucrania a quienes pueden matar. Vlad y sus acólitos destruyen depósitos de agua y luz, asesinan niños y ancianos, amenazan con utilizar la bomba nuclear en caso “necesario”, cercan la central nuclear de Zaporiyia e impiden la distribución de cereales ucranianos a países africanos. La suma de los crímenes antes señalados ¿es un genocidio? De acuerdo a nuestro tiempo y a la definición sí lo es. ¿Qué harán los rusos libres y el mundo libre cuando termine, si acaso finalizan, las masacres putinianas?

En 1939, cuando Hitler ordenó la destrucción de Polonia preguntó, “¿Quién se acuerda hoy del aniquilamiento de los armenios?”. Si la humanidad sobrevive debido al calentamiento global, “alguien” preguntará en 20 años, “¿Quién se acuerda del aniquilamiento de ucranianos?”.

Médico y escritor

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