Imaginen la escena: un grupo de hombres armados irrumpe sin motivo aparente en una casa de una colonia céntrica de la ciudad de Guadalajara. Destrozan el lugar y se llevan por la fuerza a dos hombres y una mujer, los tres hermanos, todos jóvenes. Y luego viene el silencio, por horas y días, y la desesperación de no hallarlos.
Hasta que son hallados, 48 horas después. Muertos, con señales de estrangulamiento, a la vera de una carretera. Sus parientes los identifican ese día por la tarde.
A la mañana siguiente, el fiscal del estado, Octavio Solís, señala que “existe la posibilidad de que confundieran a los jóvenes” ¿Con quién? Con una persona que estaba siendo custodiada por personal de la Fiscalía General de la República (FGR) y que resultaba ser vecino, según dicen las autoridades, de las víctimas.
“Los grupos de crimen organizado tienen que actuar de manera rápida y cabe la posibilidad de que hubieran cometido un error. Es una hipótesis de investigación”, dijo el fiscal.
Vamos a suponer que la hipótesis es correcta y que, en efecto, esto no fue más que la pifia de unos sicarios descerebrados que les ganó la prisa. Y después de suponer, hay que ponerse a temblar, porque el escenario es escalofriante.
Tal vez los matones se equivocaron, ¿pero también los jefes? ¿También los que ordenaron el secuestro? ¿No hubo nadie en el camino que se percatara del error? Lo dudo mucho, para ser sincero.
Más bien pudo haber sido que, en efecto, los pistoleros se hayan equivocado de casa y que, minutos u horas después, hayan caído en cuenta de su estupidez. Pero ya con víctimas en mano, no se les ocurrió nada mejor que matarlos. O los jefes les dieron la instrucción de liquidarlos.
Calcularon, tal vez correctamente, que corrían poco riesgo de ser castigados por asesinar a tres seres humanos. Ni siquiera hicieron algún intento por esconder su atrocidad: arrojaron los cadáveres a la orilla de una carretera, junto a una manta con mensaje amenazante.
Se me ocurren pocas muestras más patentes de impunidad cínica. Es señal de que en este país se mata solo porque sí. Aquí alguien puede recibir un tiro en la cabeza o una cuerda asfixiante en el cuello por estar en mal lugar en mal momento, porque alguien pasó a equivocarse, porque algún desalmado confundió la casa o el coche o la cara, a sabiendas de que, con alta probabilidad, no le va a pasar nada.
Esta impunidad no es la genérica, la de los delitos cotidianos que no se denuncian: esa también afecta a países desarrollados. Medida como se mide en México, Canadá tiene una impunidad superior al 90%. Pero no en casos como este. La diferencia entre México y el mundo seguro (por decirlo de algún modo) no es la impunidad genérica, sino la impunidad que existe para delitos altamente violentos, como el homicidio. En México, solo uno de cada ocho homicidios dolosos acaba en una sentencia condenatoria para un presunto responsable. En los países desarrollados (y algunos de ingreso medio), la proporción comparable es de 60 a 90%.
Mientras eso no cambie, vamos a seguir pasando por las mismas, viviendo con estos horrores, con el miedo de que alguien nos mate o mate a alguien de los nuestros por error, por negocio o por deporte.
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