El gobierno federal finalmente decidió actuar en Michoacán. Tras varios meses de una notable escalada de violencia que incluyó la colocación de minas antipersonales y el uso de drones con explosivos, el Ejército inició un amplio operativo en la región de Aguililla.
Por ahora, las noticias parecen buenas: según informó la Sedena, se ha logrado liberar las tres rutas principales de la región (Aguililla-El Aguaje, El Aguaje-Los Cajones-El Limón y Coalcomán-Aguililla), además de asegurar cantidades importantes de armas, drogas y vehículos. Asimismo, han recuperado ranchos y fincas que llevaban meses en manos de grupos criminales.
Pero el panorama parecía igualmente alentador en los días iniciales de otros operativos federales lanzados en ese estado. A finales de diciembre de 2006, la Sedena afirmaba que, como parte del Operativo Conjunto Michoacán “se habían erradicado 2 mil 116 plantíos de mariguana en una superficie de 237.59 hectáreas, se detuvieron a 38 civiles, se aseguraron 4 mil 908 kilogramos de mariguana, 133 kilogramos de semilla del mismo enervante, cuatro kilogramos de semilla de amapola, 55 armas de fuego y 12 vehículos.”
En febrero de 2014, el entonces comisionado federal para la paz en Michoacán, Alfredo Castillo, informaba que “en un lapso de 21 días de operativos conjuntos en la Tierra Caliente michoacana, se logró poner a disposición de las autoridades ministeriales a 334 personas como probables responsables de hechos ilícitos, incluidos 128 operadores de la delincuencia organizada.”
Esos esfuerzos, como es bien sabido, empezaron a tambor batiente y terminaron en un fracaso rotundo. No lograron reducir de manera sostenida la violencia, ni lograron desarmar a los múltiples grupos criminales, ni disminuyeron el tamaño de la economía criminal, ni rompieron las cadenas de complicidad, ni tuvieron éxito en fortalecer las capacidades de las instituciones locales de seguridad y justicia.
Lo mismo vale para todas las intervenciones parciales que se han intentado a lo largo de quince años.
Cada fiasco michoacano tiene su propia historia y su propia dinámica, pero hay algunos elementos comunes:
1. Las intervenciones federales nunca han sido suficientemente prolongadas para alterar de fondo la ecuación local. Al cabo de unos meses, surge otra emergencia en otro estado y empiezan a escasear los recursos y la atención política. En consecuencia, las comunidades nunca se han sentido suficientemente seguras para colaborar activamente con las autoridades en contra de los grupos armados.
2. Los intentos de desmantelar las redes de complicida
d entre actores políticos y grupos armados nunca han tenido la profundidad y la consistencia debidas. El llamado Michoacanazo de 2010, el cual llevó a la cárcel a una veintena de políticos y funcionarios estatales y municipales, acabó en un fiasco judicial. Lo mismo vale para el encarcelamiento del exgobernador Jesús Reyna.
3. Nunca se ha intentado construir un andamiaje legal e institucional que permita un proceso de desmovilización, desarme y reinserción de los diversos grupos armados. El excomisionado Castillo intentó legitimar a algunos grupos, pero todo fue a golpe de saliva, sin un marco legal que abriera la puerta a una dinámica de pacificación. A pesar de las promesas iniciales, el actual gobierno tampoco ha avanzado en esa dirección.
4. Las intervenciones federales nunca han estado acompañadas de un esfuerzo sostenido de desarrollo económico y social que rompa las dinámicas que permiten la continua reproducción de grupos armados en el estado. Tampoco han venido de la mano de procesos robustos de transformación institucional, tanto a nivel del estado como de los municipios.
Ojalá sea distinto en esta ocasión. No lo creo, pero espero estar equivocado.
Twitter: @ahope71