En la narrativa de las autoridades estadounidenses, adoptada en buena medida por sus contrapartes mexicanas, la delincuencia organizada en nuestro país es un asunto de grandes estructuras criminales, dedicadas en lo fundamental al tráfico internacional de drogas.
La realidad en el terreno es mucho más compleja. Al pensar en el crimen organizado, es más útil imaginar una hidra que un dragón. Más que espacio de jerarquías prusianas, es un ecosistema de extraordinaria diversidad que incluye una multiplicidad de actividades ilícitas, un mundanal de actores y una infinidad de formas de operación.
Esa complejidad está muy bien descrita en un reporte del International Crisis Group (ICG), organismo no gubernamental dedicado al análisis de conflictos armados y la construcción de alternativas para la paz (https://bit.ly/3N0NM6k). Liderado por Falko Ernst —una de las personas que mejor entiende las dinámicas de la violencia grupal en México— el equipo del ICG consultó una multiplicidad de fuentes, incluyendo medios no tradicionales (los llamados narcoblogs, por ejemplo), para construir un inventario de grupos armados que operaron en el país entre 2009 y 2020.
Mediante ese procedimiento, ubicaron a 543 grupos armados distintos que operaron en algún punto del territorio durante ese periodo. No todos al mismo tiempo, valga la aclaración. Sin embargo, el número de grupos activos fue creciendo a lo largo de la década, pasando de 76 en 2010 a 205 en 2020.
No todos esos grupos son iguales. Algunos son organizaciones de relativo gran calado, dedicadas al tráfico internacional de drogas e identificadas por autoridades de Estados Unidos. Otras, la gran mayoría, son células mucho más pequeñas, a veces alineadas de manera imperfecta e inconstante con grupos más grandes u operando en alianzas inestables con otras bandas pequeñas.
Muchos de estos grupos medianos o pequeños son fragmentos de organizaciones más grandes. El equipo de ICG identificó 107 bandas que pueden trazar su linaje a bandas de mayor tamaño. Hay, por ejemplo, un subconjunto importante de bandas que tienen su origen en los Zetas.
Incluso, hay algunos grupos que no tienen clara deriva criminal y que operan como autodefensas u organizaciones con fines abiertamente políticos.
La fragmentación ha venido acompañada de una creciente diversificación de ingresos criminales: muchos de estos grupos no participan en el narcotráfico, pero sí en una multiplicidad de actividades predatorias (secuestro, extorsión, robo de combustible, etc.). A la par, ha habido una dispersión geográfica del fenómeno. En 2009-2010, estos grupos armados operaban en el 11 por ciento de los municipios. Para 2019-2020, llegaban al 29 por ciento del total.
Más grupos en más lugares involucrados en más actividades ilegales se ha traducido en más violencia letal. El equipo de ICG encontró una clara correlación entre el número de grupos armados operando en un municipio y la tasa de homicidio por 100 mil habitantes.
Este paisaje de intensa fragmentación obliga a repensar algunas de las premisas de nuestra política de seguridad. En específico, poner el énfasis en la captura de cabecillas de grupos criminales se vuelve no solo insostenible (hay demasiados blancos en demasiados grupos), sino contraproducente: solo conduce a más fragmentación.
En su lugar, ICG recomienda la puesta en marcha de políticas regionales de pacificación que prioricen la persecución de los grupos más violentos y, mediante una combinación de zanahorias y garrotes, reduzca tensiones y lleve a procesos de desarme y desmovilización de actores armados.
No es mal lugar para empezar a imaginar una alternativa.