Hace dos semanas, la nueva gobernadora de Baja California, Marina del Pilar Ávila, nombró como secretario de Seguridad y Protección Ciudadana al general de División Gilberto Landeros Briseño.
Esa designación es parte de una tendencia más amplia. En ocho de los quince estados que tuvieron relevo en la gubernatura el año pasado, fueron nombrados oficiales militares, ya sea del Ejército o de la Marina, al frente de las secretarías de Seguridad. En dos más —Tamaulipas y Morelos— ya había un mando militar al frente de la seguridad pública estatal antes de 2021.
Algo similar ha venido sucediendo en los municipios. En un número creciente de localidades importantes (Acapulco, Tuxpan, Guaymas, etc.), las secretarías de Seguridad Pública y las direcciones de Policía son ocupadas por personal militar.
Esto no es un fenómeno nuevo. Desde hace al menos dos sexenios ha sido práctica común entregar el mando de policías estatales y municipales a oficiales del Ejército y la Marina.
Sin embargo, hay un cambio cualitativo en la actual administración federal. En sexenios anteriores se impulsó el nombramiento de militares en el mando de las policías como una medida transitoria, en tanto se formaba personal civil que se pudiera hacer cargo de esa responsabilidad. Es cierto que se avanzó poco en el desarrollo de mandos civiles, pero nunca se abandonó (al menos no explícitamente) el objetivo.
En este sexenio, la militarización del mando de las policías se asume como permanente. En una conferencia mañanera de octubre pasado, el presidente López Obrador reconoció la recomendación que le hizo a los gobernadores y gobernadoras entrantes de nombrar en sus secretarías a “personas honestas, integras, honestas, incorruptibles” y que, para encontrar a esos perfiles, buscaran a los titulares de la Sedena y la Semar. Dicho de otro modo, hay una política explícita de encomendar los puestos de mando de las policías estatales y municipales a personal militar.
¿Eso es necesariamente malo? No, pero sí acarrea varios problemas. En primer lugar, genera líneas de responsabilidad cruzadas. Aun si se trata de oficiales retirados, el personal militar está sujeto a la jerarquía y normatividad de las Fuerzas Armadas. Dicho de otro modo, los oficiales que ocupan las secretarías de seguridad estatales o municipales tienen dos jefes: el gobernador o alcalde y el titular de Sedena o Semar. Eso no es una buena práctica administrativa.
Por otra parte, la demanda creciente de oficiales para ocupar cargos en los estados y municipios —y para responder al incremento en el número de tareas asignadas a los militares por el actual gobierno— está generando un problema de recursos humanos en las Fuerzas Armadas. El Ejército ha tenido que recurrir a personal retirado para responder a las solicitudes de los gobiernos estatales y municipales. La Marina ha enviado a capitanes de corbeta (el sexto rango en la jerarquía naval) para ocupar algunas posiciones municipales. Según fuentes cercanas a las Fuerzas Armadas, tanto el Ejército como la Marina están operando muy cerca del límite de sus capacidades en términos de personal de mando.
Por último, este proceso está generando incentivos perversos en los gobiernos estatales y municipales. ¿Para qué invertir en la formación de mandos civiles en las policías si está el recurso fácil de una llamada al titular de la Sedena o la Semar? Esto, además, es un bucle de retroalimentación. Como hay acceso a mandos militares, no se forma a civiles y como no hay civiles, no queda más que nombrar a militares.
En resumen, esta no es la salida para el problema de los mandos policiales. El miércoles escribo sobre alternativas.
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