Esta semana, Manuel Espino, expanista, expeñista y alto funcionario federal hasta hace poco, decidió soltar una bomba en el Senado. En un foro sobre seguridad, afirmó lo siguiente:
“De lo que no se ha querido hablar, pero yo sí quiero hablar, es de que en la estrategia (de seguridad) se debe hablar, no descartarla de antemano, el acordar con los grupos criminales… Le dije al secretario de Gobernación, la propuesta que puse en sus manos es que iba a buscar la manera de hacerla llegar a algunos de los grupos del crimen organizado en México y logré hacerla llegar. Y solamente recibí respuesta de dos.”
¿Es posible un arreglo como el descrito? Pues tal vez, pero en este asunto las formas y los tiempos son cruciales.
Sobre esto, he escrito en varias ocasiones, pero vale la pena reiterar varios puntos.
En primer lugar, los arreglos entre agentes del Estado y delincuentes individuales son extraordinariamente comunes en todo el mundo. Ese es el principio que rige a los programas de testigos protegidos o las recompensas para informantes. En Estados Unidos, casi 95% de las sentencias condenatorias surgen de lo que se conoce como “plea bargain”: el procesado se declara culpable de un delito menor y el gobierno se ahorra los gastos de un juicio.
Pero eso se trata de delincuentes individuales. ¿Qué hay de arreglos colectivos, con grupos o bandas criminales? Eso es más complicado, pero también existen precedentes.
La llamada pax narca de las décadas de hegemonía priista es un modelo posible, pero no uno muy bueno. Nunca fue un arreglo centralizado con reglas claras, sino un ecosistema cambiante de complicidades, muy vulnerable a vaivenes políticos. Era un equilibrio estructuralmente inestable en el cual distintos agentes del Estado (gobiernos estatales, PGR, DFS, Ejército, etc.) se acababan peleando por el control de las rentas ilícitas y demoliendo los términos de cualquier entendimiento.
Otra posibilidad son treguas negociadas por la autoridad con actores criminales, particularmente pandillas callejeras. Esto ha sucedido en diversas ciudades de Estados Unidos, por ejemplo. De manera más estructural, se han intentado construir treguas entre maras en El Salvador, en diferentes momentos (el más reciente durante la administración del presidente Nayib Bukele). Los resultados son mixtos: se generan reducciones rápidas de homicidios, pero no de otros delitos. socavando la sustentabilidad del arreglo.
Los llamados procesos de desmovilización, desarme y reinserción (DDR) en Colombia son tal vez un mejor modelo. El principio es sencillo: se ofrecen una serie de beneficios jurídicos a grupos criminales, codificados en legislación especial, a cambio de que sus integrantes se desmovilicen, se desarmen y se entreguen a las autoridades. Esto se ha intentado en varios momentos de la historia colombiana y el gobierno del presidente Gustavo Petro está intentando construir un nuevo arreglo de ese género bajo el paraguas que denomina “paz total”.
Sin importar el modelo que se escoja, las dificultades de una política de este tipo son enormes. De arranque, estos arreglos resultan altamente impopulares y requieren gastar mucho capital político, además de realizar una amplia pedagogía pública. Por eso, es una política para el inicio de una administración, no para el final, y tiene que estar enmarcada en una estrategia amplia de pacificación y sostenida por un marco legal e institucional adecuado.
Y se requiere todo lo que no tiene la propuesta de Espino: seriedad, discreción y plena autoridad para el negociador.
En términos técnicos, lo que hizo el señor Espino es una perfecta vacilada. Lo que sorprende (y preocupa) es que no lo hayan parado antes.
alejandrohope@outlook.com
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