Washington. — La capital estadounidense es una ciudad burocrática, rígida y tecnócrata, menos dada a los baños de masas caóticos de lugares como Nueva York. El AMLOFest que se pudo organizar en la Gran Manzana era impensable, y resultó desangelado, con menos afluencia de la de hace unos días.

Eso sí, en fervor no gana nadie a los seguidores del presidente mexicano. No tendrían algo parecido a un festival del obradorismo, pero, ¿qué más da?, si el único objetivo es mostrar al presidente Andrés Manuel López Obrador que en Estados Unidos tiene orgullosos y fieles seguidores, capaces de hacer cualquier cosa para gritar a los cuatro vientos el amor por su figura.

Es probable que no hubiera ni un centenar en su conjunto, la mayoría organizados bajo la bandera del comité de Morena en Nueva York, todos uniformados con chamarras conmemorativas de cuando López Obrador fue a Nueva York el 8 de noviembre, y mariachis, que nunca fallan en estas ocasiones.

No hubo el entusiasmo de las imágenes de cuando López Obrador fue a presidir el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, con centenares de personas en las plazas, expectantes por la promesa de un video en el que el Presidente se dirigiera a ellas.

A Angélica le tomó seis horas de viaje por carretera desde Carolina del Norte llegar cerca de la Casa Blanca y estar presente en el momento en que pasara la comitiva: “Pensé que habíamos llegado y ya había terminado”, confiesa al ver tan poca gente a la espera del Presidente.

Angélica tiene claro el por qué están en la capital de Estados Unidos con su marido y su hijo: “Estamos muy orgullosos de él”, dice en referencia a López Obrador. Claro que le gustaría que tuviera tiempo para hablar con los paisanos en el país, explica, porque “sería un contacto más directo con la gente de aquí”, pero en el fondo tampoco le importa tanto.

“Rompió las reglas, salió a saludar a la gente”, apunta en referencia a lo que hizo en Nueva York. Lo dice sin saber que López Obrador, también en Washington, hizo justamente ese mínimo gesto unas horas antes.

Por la mañana, mientras esperaba la llegada del primer ministro canadiense Justin Trudeau, López Obrador escuchaba dentro del Instituto Cultural Mexicano una serenata que incluyó El rey y México lindo y querido. Como si fuera una estrella de rock, de repente se abrió una ventana y apareció ahí el Presidente, de brazos abiertos. Valió la pena para la treintena de seguidores encajonados en los límites marcados por el Servicio Secreto de Estados Unidos.

Tras el saludo y la primera visión casi celestial del Presidente, llegaba la espera. En los alrededores se pasaba el tiempo llenando el estómago con tamales y refrescos, charloteando con los paisanos o solidarizándose con un grupo de centroamericanos que pedían residencia legal en Estados Unidos.

“Esperemos que nos ayude a hacer una reforma migratoria para todos los que tenemos muchos años aquí”, dice Angélica, al resumir el sentimiento de la mayoría de los que están en la plaza.

Entre los que se pasean para pasar el tiempo, entre mariachis, miembros del comité de Morena en Nueva York y sombreros mexicanos, está Misael. No viene de lejos, vive en Baltimore, pero hay algo que lo hace destacar: porta a modo de estandarte el libro A la mitad del camino, que por fin tiene en sus manos tras pedirlo por internet hace dos meses.

Lleva pocas páginas leídas, pero ya tiene un veredicto: es como un resumen de las mañaneras, espacio que no se pierde ningún día. Lleva incluso la cuenta: 634 (o al menos ese es su cómputo).

Misael no le pide nada al Presidente, le vale simplemente que haya levantado el orgullo de ser mexicano en Estados Unidos.

“Es el primero que nos llama héroes. ¡Héroes!”, exclama, orgulloso de todo lo que el Presidente ha hecho por México, aunque no da más detalles.

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